Cosechas de agua para alimentar a la humanidad

Nuestra forma de producir y consumir alimentos es parte de un círculo vicioso entre crisis alimentaria, hídrica, ambiental y climática que genera injusticia en las zonas más empobrecidas del planeta

Niño bebiendo agua sucia durante la sequía en Turkana (Kenia) el 18 de febrero.Simone Boccaccio

Solo el 2,5% del agua de nuestro planeta azul es dulce y, por tanto, apta para el uso humano. Aunque esta cantidad debería ser suficiente, las señales que indican que hemos sobrepasado el límite planetario del agua son claras. Unos 2.400 millones de personas viven en zonas que sufren estrés hídrico y se espera que esa cifra aumente en los próximos años. El agua es un bien cada vez más escaso, entre otros factores, por la crisis climática y los cambios en los usos del suelo, relacionados en buena medida con la producción de alimentos.

Nuestros sistemas alimentarios consumen más del 70% del agua y emiten un 40% de los gases que ocasionan el cambio climático. Y están muy lejos de cumplir con el objetivo de alimentar adecuadamente a la población mundial: casi 800 millones de personas pasan hambre y casi el 30% de la población sufre inseguridad alimentaria.

Nuestra forma de producir y consumir alimentos —y de desperdiciarlos— es parte de un círculo vicioso entre crisis alimentaria, del agua, ambiental y climática, que genera injusticia e insostenibilidad, cebándose con las zonas y las personas más empobrecidas del planeta. De Centroamérica al Sahel, la fotografía de quien más sufre las consecuencias muestra familias campesinas que ven como el agua dulce con la que cuentan para beber, lavarse y producir alimentos es cada vez más escasa.

Uno de los rincones donde se evidencia este círculo vicioso es la cordillera andina. Los valles cochabambinos de Bolivia acusan sequías cíclicas como consecuencia del cambio climático. Las fuentes de agua se han secado, también a causa de una producción de alimentos poco sostenible. Pero, como relata Lilian Prado Delgadillo, lideresa de la organización de mujeres campesinas, aquí ya ha empezado una transformación.

Estas mujeres están poniendo sobre la mesa soluciones para lo que llaman “siembra y cosecha de agua”, mientras entablan también un diálogo con las autoridades para hacer de este problema una prioridad en la agenda local. Emprenden proyectos de reforestación para estabilizar el ciclo pluvial en la zona y así recuperar los acuíferos subterráneos y construyen sencillas infraestructuras de acopio y almacenamiento de agua de lluvia, lo que les permite mejorar su otra cosecha, la de alimentos, con producción bajo riego. “En solo unos años se consigue aumentar el caudal de las fuentes. Con eso tendremos agua para producir, para beber y para preparar alimentos sin enfermarnos” cuenta Prado, orgullosa.

Y para que estos esfuerzos no caigan en saco roto, estas mujeres han conseguido que el gobierno municipal trabaje en una Ley de Siembra de Agua, para que en los próximos años las autoridades locales inviertan en extender sus logros a otras comunidades y hacerlos sostenibles.

Al igual que en Bolivia, muchos otros territorios están consiguiendo romper el círculo vicioso entre carestía de agua, baja resiliencia del sistema productivo, insuficientes alimentos, inseguridad alimentaria, pobreza y migraciones. Están apostando así por la agricultura familiar campesina (las explotaciones de pequeña y mediana escala orientadas fundamentalmente al autoconsumo o al mercado interno), que cuenta con muy baja inversión a nivel mundial si comparamos con el sector agroindustrial de producción de alimentos. Y esto a pesar de que la hoja de ruta global de lucha contra el hambre y transformación de los sistemas alimentarios que proponen organismos multilaterales como la FAO o el Comité de Seguridad Alimentaria Mundial consideran clave la inversión en estas explotaciones familiares, que proveen de más del 70% de los alimentos que se consumen en el mundo.

Además de esta imprescindible apuesta, otras reformas estructurales también son necesarias. El sistema alimentario esconde algo más que depredación de recursos naturales, emisiones causantes del cambio climático y una distribución injusta que contribuye a las inaceptables cifras del hambre. Detrás de lo que comemos encontramos también especulación financiera con alimentos básicos que llena los bolsillos de unos pocos, utilización del grano como arma de guerra, explotación laboral y peso desproporcionado de las grandes corporaciones en la toma de decisiones, como detalla el grupo de expertos IPES Food. También esconde acceso desigual a los alimentos más saludables y necesarios para la dieta, ya que las poblaciones con menos recursos tienen más dificultades para acceder a ellos, con lo que hay cada vez más personas obesas pero, al mismo tiempo, desnutridas.

Las raíces ocultas del actual modelo tejen marañas de injusticia, insostenibilidad y desigualdad. Démosle la vuelta al sistema alimentario global para visibilizar sus círculos viciosos y convertirlos en virtuosos, empezando por democratizar su gobernanza para tomar decisiones basadas en evidencia, que permitan bajar su huella de carbono e hídrica, invertir en pequeñas y medianas explotaciones, regular los mercados financieros para evitar la especulación con alimentos, reducir el consumo de carne allá donde se da en exceso, prevenir el desperdicio y evitar los conflictos que generan enorme sufrimiento y hambre a quienes los padecen.

¿Cómo explicar a las generaciones futuras que no fuimos capaces de hacerlo?



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