Cómo reparar un sistema alimentario roto
Lo que estamos viviendo no es una crisis de acceso a alimentos, sino el colapso de un modelo basado en el reparto medieval de los medios y resultados de la producción que condena a la humanidad a un futuro de incertidumbre y desabastecimiento. Pero hay solución
Los sistemas de alerta temprana habían anunciado la crisis desde hace meses, pero nadie parece haber sido capaz de frenar la peor catástrofe alimentaria de Somalia en décadas. Más de siete millones de personas –casi la mitad de la población– están hoy en situación de inseguridad; de ellas, 213.000 se encuentran en la categoría técnica de “catástrofe alimentaria” y riesgo de muerte. “Llegamos demasiado tarde para los niños y adultos que ya han muerto de hambre: muertes trágicas, evitables y atroces. Sus fallecimientos no solo representan una catástrofe para sus familias, sino que demuestran de la forma más brutal la creciente apatía mundial hacia las víctimas de la crisis climática”, declaraba devastado el director nacional de Save the Children este mismo mes.
Somalia –como el resto del Cuerno de África– ofrece una fotografía cruda del conjunto de factores que ha tensado el sistema alimentario global hasta un punto insostenible. Las cifras estimadas por Naciones Unidas para 2020 sugieren que el volumen de personas desnutridas fue de hasta 828 millones de personas, casi el 10% de la población mundial. Por primera vez desde hace tres décadas el hambre vuelve a crecer en términos absolutos y porcentuales, amenazando objetivos prioritarios de la comunidad internacional para 2030 como la desnutrición crónica infantil.
Si consideramos el conjunto de alteraciones alimentarias derivadas de la pobreza, el panorama es aún más inquietante y afecta a todas las formas de malnutrición. Unicef advierte de que más de 250 millones de niños en todo el mundo –incluyendo los países de renta alta– podrían verse afectados en 2030 por la lacra del sobrepeso derivado de la falta de ingresos y la incapacidad de costear una alimentación sana.
Lo que estamos viviendo no es una crisis de acceso a alimentos, sino una crisis del sistema alimentario. Un modelo basado en el reparto medieval de los medios y resultados de la producción, encadenado a la voluntad de un puñado de operadores comerciales y financieros, y fundamentado en prácticas insostenibles de producción, distribución y consumo. Un modelo que condena a la humanidad a un futuro de incertidumbre y desabastecimiento.
Algunas de las razones de este fenómeno son estructurales y se han ido agravando desde hace décadas. Prácticamente todas las regiones más vulnerables desde el punto de vista alimentario pertenecen al denominado grupo de países pobres importadores netos de alimentos. La baja o decadente productividad de la agricultura en regiones como África impide a sus economías garantizar un mínimo abastecimiento interno. Especialmente frente al impacto creciente de los shocks naturales extremos, relacionados en parte con la emergencia climática.
Desde el punto de vista de la demanda, no solo aumenta la población total de consumidores, sino que el ascenso de las clases medias en las grandes economías emergentes ha transformado las dietas –más consumo de carne, pescado y productos procesados– y disparado la presión sobre el mercado. La mitad de los 2.000 millones de nuevos habitantes del planeta que se esperan para 2050 se concentrarán en nueve países –India, Nigeria, Pakistán, Congo o Egipto, entre ellos– donde la urbanización y las clases medias están en pleno proceso de expansión.
Cada uno de estos factores se complica por la extraordinaria concentración e interconexión de los mercados agroalimentarios. Un solo país, Estados Unidos, produjo en 2020 el doble de cereal que los 54 países africanos juntos. Brasil, uno de los mayores productores de alimentos del mundo, importa el 85% de sus fertilizantes de países como Rusia y Bielorrusia, que han hecho valer así su posición frente a las sanciones internacionales. Tras el colapso de los mercados inmobiliarios, en 2008, los especuladores encontraron refugio en el sector de las materias primas alimentarias, objeto de un proceso de financiarización acelerada que ha disparado la volatilidad e incertidumbre de estos mercados. Durante los últimos meses hemos sido testigos del modo en que los precios de los alimentos reflejaban más el miedo y la codicia de los traders que los verdaderos efectos de la guerra en Ucrania en la producción y comercio de grano.
Solo Estados Unidos produjo en 2020 el doble de cereal que los 54 países africanos juntos
Las cosas empeorarán antes de que empiecen a mejorar. Los expertos sugieren que estamos transitando de una era de inequidad –en la distribución y acceso a los alimentos– a una era de inequidad con escasez. Sin embargo, ¿sería posible evitar las consecuencias más graves de este panorama? La receta constituye mucho más que un ajuste del sistema, cuyo círculo vicioso de escasez alimentaria, pobreza e insostenibilidad debería ser reemplazado por completo. La agenda de la seguridad alimentaria en el siglo XXI está íntimamente ligada a la de la lucha contra la emergencia climática y la de un esfuerzo de redistribución de los recursos productivos.
Un primer paquete de medidas engloba todo lo que no implique alterar los precios y la oferta de alimentos, empezando por la asistencia humanitaria en las crisis alimentarias extremas. Las organizaciones multilaterales y no gubernamentales denuncian desde hace años que la respuesta internacional está muy por debajo de las necesidades de la población hambrienta.
La ayuda de emergencia salva vidas y alivia el sufrimiento de millones. Pero no deja de ser un parche que en ocasiones solo pone de manifiesto las contradicciones obscenas del sistema, como cuando en 2021 el Programa Mundial de Alimentos hizo un desesperado llamamiento a los milmillonarios, enriquecidos durante la pandemia, para que salvasen a 42 millones de personas.
El camino seguro contra el hambre es el más largo. Para empezar, los Estados pueden intervenir para apuntalar la renta de las familias, facilitar becas de comedor o fomentar el empleo de los trabajadores pobres. El caso de Brasil y el programa bolsa familia es el ejemplo más célebre de las posibilidades de estas medidas y una demostración de la vinculación estrecha entre pobreza de ingreso y hambre, lo que ha espoleado debates como el de la renta básica universal. Desde un punto de vista macro, el impacto de la pandemia sobre los ingresos y la deuda de las economías en desarrollo ha reducido dramáticamente el margen de maniobra fiscal de sus gobiernos, por lo que la comunidad de donantes y acreedores internacionales juega un papel fundamental a la hora de eliminar este obstáculo.
El segundo bloque de medidas tiene que ver con la estabilización de precios y la garantía del aprovisionamiento de alimentos e insumos. El think tank especializado IFPRI ha advertido, por ejemplo, contra el riesgo de las restricciones unilaterales de exportaciones, que tienen efectos desproporcionados en los precios de los mercados internacionales. También cabe la posibilidad de que los alimentos básicos queden aislados de las herramientas especulativas más agresivas, un debate que adquirió fuerza durante la crisis de precios de 2008-10 y que podría recuperarse ahora. Finalmente, sería posible ajustar la producción anual de biocombustibles a los ciclos de escasez y abundancia para evitar problemas graves de oferta.
La batalla contra el hambre de las regiones más pobres también se libra en los campos de los países más prósperos
Todas estas son medidas eficaces para el corto plazo, ya que ayudarán a reducir los picos de escasez, evitar tragedias humanitarias y controlar la volatilidad de los precios. En el largo plazo, sin embargo, no existe una alternativa a la transformación del modelo de producción y consumo. Para los países en desarrollo –en particular aquellos cuyo rendimiento agrario está más lejos de su potencial–, la clave reside en lo que el director de la consultora Estatera, Gabriel Pons, describe de forma paradójica en una entrevista para este análisis: “Una de las mejores políticas agrarias es la industrialización. La agricultura africana necesita mecanización, y eso implica que parte de quienes hoy malviven del sector agrario encuentren empleo en otros sectores industriales o de servicios. Los que se queden deben tener recursos y control de su tierra”.
La revolución que precisa la agricultura de muchos países pobres supone revertir décadas de abandono por parte de gobiernos y donantes. Anthony Kamande, responsable de investigaciones sobre desigualdad en la ONG Oxfam, se preguntaba en un artículo reciente cómo es posible que Ucrania, con un 14% de la tierra de África, sea uno de los graneros del mundo, mientras esta importa un tercio de los cereales que consume. Las políticas de ajuste y el desinterés de los gobiernos de la Unión Africana han mantenido el nivel medio de inversión en agricultura en un 4,1%, menos de la mitad del esfuerzo comprometido. Los países donantes han doblado en las dos últimas décadas la cantidad destinada al sector agrario –unos 5.100 millones de euros en 2020–, pero el total de unos fondos que deben repartirse miles de millones de personas está por debajo del presupuesto anual de la ciudad de Madrid.
Con inversión, innovación tecnológica, medidas de protección social y un esfuerzo decidido de educación y capacitación, muchas regiones pueden dejar atrás una historia de vulnerabilidad alimentaria. Para los donantes internacionales, señala Pons, apoyar este esfuerzo no es un simple ejercicio de solidaridad, sino una compensación por los efectos de un cambio climático que no han provocado y una retribución por los servicios ambientales que siguen ofreciendo después de décadas de explotación de sus materias primas.
Pero la batalla contra el hambre de las regiones más pobres también se libra en los campos de los países más prósperos. En la era del Antropoceno, el cambio climático y el agotamiento de los recursos son una amenaza para el conjunto del sistema. Europa, Estados Unidos y otras regiones prósperas deben optar por modelos de desarrollo agrario que hagan compatible la producción de alimentos, la dignificación de las rentas rurales y la sostenibilidad del medio ambiente. Y en esta tarea no es posible bajar la guardia ni situar lo urgente por delante de lo importante, como han recordado cerca de 700 académicos en el manifiesto Necesitamos una transformación del sistema alimentario: ante la guerra en Ucrania, más que nunca. El documento –firmado mayoritariamente por europeos– alerta contra respuestas precipitadas frente al aumento de precios y aboga por tres medidas esenciales: transformación de las dietas para reducir el consumo de animales; agroecología e incremento de la producción de legumbres; y reducir el desperdicio alimentario, que, solo en el caso del trigo consumido en Europa, calculan que equivale a la mitad de las exportaciones de Ucrania.
Como en cualquiera de los desafíos existenciales a los que hace frente la humanidad, no hay nada simple, aislado o inmediato en la transformación del sistema alimentario global. Pero no solo tenemos la certeza de que es posible, sino que de esta batalla dependen otras como la del acceso al agua o la emergencia climática.
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