Un libro para celebrar 50 años de labor humanitaria
Médicos Sin Fronteras publica ‘La memoria del olvido’, una recopilación de relatos y 140 imágenes del fotógrafo Juan Carlos Tomasi sobre su trabajo en algunos de los conflictos y desastres naturales más duros de las últimas décadas. Adelantamos aquí uno de los textos incluidos en él
Lewis y Obi, los niños que devuelven la fe en la humanidad
Era tan chiquitito. A sus 8 años, su cuerpo parecía más bien el de un niño de 5 o 6. Obediente y tímido, con la mirada clavada en el suelo, entró en la consulta y tomó asiento sobre una diminuta silla azul, acorde a su estatura. Lewis fue el nombre elegido en el reportaje sobre él y con Lewis se queda, porque su familia decidió que no quería publicar su identidad real.
El estigma del sida aún pesa.
Conocí a Lewis en 2015, la primera vez que visité una misión de Médicos Sin Fronteras. Fue en Kibera, un barrio de chabolas muy muy pobre y muy muy grande situado en Nairobi, la capital de Kenia. En el mayor hospital del suburbio, trabajaba MSF para resolver las muchas y variadas dolencias de cientos de miles de pacientes. Uno de ellos era el niño Lewis, que aquel día acudía con su madre adoptiva a una cita importante: recoger los resultados de su última analítica para conocer el estado de su carga viral de VIH, que su madre biológica, fallecida a causa del sida, le contagió al nacer. En aquel entonces, nadie daba un duro por su vida.
Lewis era uno de los casi 200 000 niños con VIH que se contabilizaban en Kenia en aquel año. Sorprendía su tranquilidad, pero también la de su tutora. Que digo yo que a lo mejor un crío de 8 años no es consciente del todo de la enfermedad que le ha tocado vivir; en el caso de la mujer, la cosa ya era distinta y de primeras yo me la imaginaba preocupadísima, deprimida, desesperada incluso. Nada más lejos de aquello: ambos se veían curiosamente tranquilos ante este virus infame que tanto miedo da a quien solo lo conoce por el nombre y por los números, nada baladíes: mata anualmente a cientos de miles de personas en el mundo. Solo en 2020 fueron 820 000, según ONUSIDA, una de las cifras más bajas de la historia, pero aún demasiado elevada.
Muy pronto entendí por qué esta familia lo llevaba tan bien. En aquella sala pediátrica de la sillita azul, les esperaba un hombre joven y de expresión resuelta llamado Momo, que resultó ser el psicólogo de Lewis. Desde que era bien pequeño, este niño había crecido siguiendo unas pautas terapéuticas adaptadas a su edad, que le iban permitiendo conocer la enfermedad, aceptarla e integrar el tratamiento en su vida. Y siempre con la familia como aliada. Momo y Lewis eran dos amigos, dos cómplices... Se entendían. El primero hablaba al crío de unos soldaditos que estaban dentro de su cuerpo —las defensas de su organismo— y que tenían la misión de matar a unos «bichos malos» —el VIH— que se le habían metido. La pastilla diaria que el niño tenía que tomar era un tesoro valiosísimo, porque ahí iba una ayudita extra para ese ejército que corría por sus venas, así que Lewis no se podía olvidar nunca de ella. Incluso el terapeuta tenía un libro con dibujos y explicaciones que su paciente podía entender. Pese a su timidez inicial, a Lewis todo le parecía estupendo; escuchaba a Momo, asentía, respondía, comprendía la terapia antirretroviral...
La cita fue más que bien y Lewis se fue de allí con su mamá, tan contento. Esta fue la primera vez que yo vi la importancia de dar a los niños una atención adecuada y adaptada a sus necesidades. Fue una lección en directo mucho más eficaz que leer cien libros, que entrevistar a cien expertos.
Las madres, envueltas en túnicas de colores, llevaban a sus hijos a la espalda, apenas un par de kilos de humano en el mejor de los casos
Después de esta experiencia con Lewis, vinieron otras. En Diffa, una paupérrima región nigerina que hace frontera con el norte de Nigeria, donde el grupo yihadista Boko Haram aterrorizaba a la población, me volví a encontrar con los chalecos blancos de MSF. No estaban para distracciones aquel otoño de 2016. El número de desplazados por la violencia aumentaba por días, y los niños con desnutrición severa también se multiplicaban. Las carpas de la organización brillaban bajo el sol del Sahel, tan inclemente siempre, y contrastaban con la tierra roja, removida, de esa región otrora fértil y pacífica, hoy seca, violentada e invadida, por si no fuera suficiente, por una plaga de langostas que no dejaba un cultivo en pie.
Las madres, envueltas en túnicas de colores, llevaban a sus hijos a la espalda, apenas un par de kilos de humano en el mejor de los casos; sin pelo, sin brillo en la mirada, sin fuerzas para quejarse o llorar un poco, siquiera. Esta fue otra lección de vida para la que tampoco hicieron falta ni libros, ni expertos, ni estudio. De hecho, ni entrevista, porque allí todo el mundo tenía claras las prioridades: primero, salvar alguna vida, si era posible. Segundo, seguir intentándolo, contra viento y marea. Y ya no quedaba tiempo ni espíritu para nada más.
Ante situaciones así, no sabes si maldecir o alegrarte por la existencia de las organizaciones humanitarias. Por una parte, piensas que menos mal que están, porque, de lo contrario, a saber qué sería de toda aquella gente, de todos aquellos críos en aquel caso. Pero ojalá no tuvieran que existir, ¿no? Ojalá no fueran necesarias.
Como sí que lo son, una se deprime.
Debo reconocer que mi profesión me ha hecho transitar por pensamientos oscuros, pesimistas... Derrotistas, en realidad. Quieres bajarte del mundo después de ver con tus propios ojos cómo una criatura se muere de hambre o de sida o de las heridas causadas por un atentado, bomba o disparo. No es justo que paguen ellos. En adultos es duro, pero en niños es inaceptable. Que los pequeños tengan que pagar los errores, las inquinas y las malas decisiones de los mayores es nuestro mayor fallo como especie.
Que los pequeños tengan que pagar los errores, las inquinas y las malas decisiones de los mayores es nuestro mayor fallo como especie
En medio de todo este caos, violencia y malas noticias en las que vivimos inmersos, se agradece sobremanera cualquier destello, cualquier buena nueva o cualquier acontecimiento trivial que devuelva un poco la fe en la humanidad. Por eso también hay que ir a Sudáfrica. A veces hay que contar lo bonito de la historia.
Hace más de dos décadas que MSF inició su trabajo contra la pandemia de VIH en Khayelitsha, otro barrio pobre y gigante como el keniano, pero este en los alrededores de Ciudad del Cabo. Qué puedo decir que no se haya dicho ya sobre el golpe que asestó el sida a Sudáfrica a finales del siglo XX. Dejemos los números y los datos de informe, tan asépticos y deshumanizadores; baste decir que este es el país con más niños contagiados y también el que más huérfanos ha dejado de padre y de madre por culpa del virus.
Pero es también el hogar de los milagros. Milagros como Obi, que tiene 7 años y ni una idea sana en la cabeza. Tampoco dientes, por cierto, porque se le han caído las dos paletas y, cuando sonríe, muestra una boca mellada de lo más graciosa. Más allá de estas carencias propias de la edad, no le pasa absolutamente nada. Y esto es así porque Obi ya vino al mundo protegido contra el VIH que sí portaba su madre, Busi. Hace unos años, no tantos, la realidad era que las mujeres VIH-positivas parían hijos VIH-positivos. Ese fue el caso de Lewis. Tan lejos de Obi, y tan cerca.
Pero en Sudáfrica vive una ciudadanía muy peleona que se organizó para presionar a Gobiernos, instituciones y a quien hiciera falta para conseguir que todos los enfermos tuviesen un acceso asequible y justo a los medicamentos antirretrovirales que han logrado que, hoy en día, una persona con VIH no solo no se muera, sino que disfrute de una vida larga y de calidad.
Esto se consiguió gracias a la movilización de millones de personas unidas bajo el paraguas de organizaciones como la TAC (Treatment Action Campaign) y MSF, que fue la primera —y única durante muchos años— en suministrar gratuitamente los antirretrovirales en Khayelitsha.
Para ellos, las embarazadas fueron el grupo de población prioritario, y así fue como, desde inicios del siglo XXI, lograron que ellas obtuvieran la medicación necesaria para que sus niños nacieran sanos. Hoy podemos decir que Sudáfrica casi ha eliminado la transmisión vertical, con un 95 por ciento de las embarazadas en tratamiento antirretroviral.
Busi perdió a una hija de 7 meses por culpa del VIH, que ella misma le contagió al nacer, pero con Obi la cosa fue bien distinta porque, ya en tratamiento y supervisada, parió a su niño sano como una manzana. Hoy, la mujer no tiene un respiro: «Obi, lávate las manos»; «Obi, baja el volumen de la tele»; «Obi, suelta el cuaderno de la periodista». Un no parar, como el gato y el ratón los dos. El niño se parte de risa y la adulta hace como que se enfada, pero la guasa se ve a la legua. Obi y Busi, madre e hijo, nos hacen ver que sí, que a lo mejor los milagros existen, pero que es más fácil que ocurran cuando detrás hay personas comprometidas trabajando por no dejar a nadie atrás, como Lewis, por cierto, quien, contra todo pronóstico, hoy lleva una vida saludable y propia de un niño de su edad. Ellos son la prueba de que rendirse no es una opción, aunque la nuestra sea la causa más perdida de entre todas las causas perdidas del mundo.
'La memoria del olvido'
Autor: Juan Carlos Tomasi.
Editorial: Blume, 2021.
Formato: 216 páginas. 29,90 euros.
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