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Voces de agosto

Hay que poner el oído para distinguir las palabras o los trinos de los justos entre el griterío y el ruido

Recordaré este agosto por las mañanas frescas y tempranas en el campo y los atardeceres de conversación y lectura junto a un balcón abierto de par en par a una vega regada por un río rumoroso y a un cielo en el que, apenas se aliviaba algo el calor, volaban en sus cacerías de insectos las golondrinas y los vencejos. Las golondrinas tenían sus nidos bajo los aleros del edificio de un banco clausurado. Los vencejos se arrojaban temerariamente al vacío desde el campanario de la iglesia. Más al fondo, al otro lado de los límites del paraíso casero que uno puede habitar en verano, crepitaba ...

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Recordaré este agosto por las mañanas frescas y tempranas en el campo y los atardeceres de conversación y lectura junto a un balcón abierto de par en par a una vega regada por un río rumoroso y a un cielo en el que, apenas se aliviaba algo el calor, volaban en sus cacerías de insectos las golondrinas y los vencejos. Las golondrinas tenían sus nidos bajo los aleros del edificio de un banco clausurado. Los vencejos se arrojaban temerariamente al vacío desde el campanario de la iglesia. Más al fondo, al otro lado de los límites del paraíso casero que uno puede habitar en verano, crepitaba el horror sin pausa de los incendios y el de la matanza y la destrucción en Gaza, los desplazamientos de los ya desplazados entre las ruinas, los disparos a la cabeza de los que mueren de hambre, las ruinas bombardeadas de nuevo con una saña de exterminio en la que se mezcla el belicismo bárbaro y teológico del Antiguo Testamento con la eficiencia de las últimas tecnologías. Es el verano en el que Israel ha decidido convertirse colectivamente en un país criminal, e infamar de manera irreparable la memoria de la Shoah: son ahora voces israelíes las que proponen que los palestinos sean deportados en masa a Sudán del Sur, idea quizás inspirada por las propuestas nazis de limpiar Europa de judíos enviándolos a Madagascar; son el Gobierno y el ejército de Israel los que provocan en Gaza imágenes de seres humanos como esqueletos apenas vivientes que nos recuerdan a las del gueto de Varsovia.

Entre las voces del verano habrá que incluir a esos soldados que desertan por vergüenza y asco de lo que su propio ejército está haciendo; y a los miembros de las asociaciones cívicas israelíes que claman contra lo que ellos mismos llaman sin reparo genocidio, y reciben el desprecio, el acoso y hasta la agresión física de sus conciudadanos ahítos de venganza.

Recordaré esas voces aisladas y valientes, que reivindican una ética judía basada en la fábula de los 36 justos: en cada generación hay 36 personas que no se conocen entre sí, y que viven vidas muchas veces anónimas, pero que por sus actos de bondad, compasión y sentido de la justicia compensan la iniquidad de la mayoría de sus contemporáneos y logran que el mundo no sea destruido.

Hay que estar alerta por si uno se cruza con alguno de los justos; hay que poner el oído para distinguir sus voces entre el griterío y el ruido. En los atardeceres por fin respirables del agosto tardío, me ha sustentado una voz que dejó de escucharse en alto hace ya más de 60 años, la de Rachel Carson, pero que ha perdurado y se ha ido haciendo más urgente con el paso del tiempo. Rachel Carson murió en 1964, a los 57 años, vencida por el cáncer que no había dejado de minarla mientras terminaba el libro que yo he leído de nuevo este agosto, Primavera silenciosa. El título parece de un libro de poemas, pero es un ensayo de alta divulgación científica, y también un alegato contra la ceguera y la soberbia humanas, y una celebración de la belleza y la complejidad del fenómeno inusitado de la vida en la Tierra.

Rachel Carson escribía, por decirlo con la expresión de Vladimir Nabokov, con el vuelo de la imaginación de la ciencia y la exactitud de la poesía. Con Primavera silenciosa, fundó de golpe el movimiento ecologista moderno, de la misma manera inesperada y radical en que Jane Jacobs, hacia esos mismos años, fundó lo que podría llamarse el urbanismo humanista. Jane Jacobs fue otra voz solitaria y rebelde que se alzó contra la visión autoritaria de la ciudad favorecida por los discípulos intransigentes de Le Corbusier y los halcones de la especulación inmobiliaria y la destrucción del tejido tradicional de las ciudades para someterlas al tráfico privado.

Sin Jane Jacobs, es muy probable que el entorno viviente y pastoral de Washington Square en Nueva York fuese ahora un tramo de autopista. Sin la denuncia apasionada de Rachel Carson, la pérdida de la biodiversidad a la que ahora mismo nos enfrentamos habría sido mucho más veloz y catastrófica, y esa “primavera silenciosa” sobre la que ella alzó la voz más alta que nadie quizás ya se habría consumado. Las investigaciones infernales sobre armas químicas de los laboratorios militares durante la II Guerra Mundial dieron paso al desarrollo de insecticidas y herbicidas como el DDT, que se publicitaban contra remedios contra las plagas dañinas de la agricultura, y que atacaban la salud humana. El lenguaje y la estrategia de los inventores de plaguicidas cobraba una resonancia militar: se atacaba a los parásitos de un campo de algodón o de un bosque como a tropas invasoras, bombardeándolos no con proyectiles ni metralla, sino con nubes de insecticidas lanzadas desde aviones que no mucho antes habían volado sobre los frentes de guerra en Europa o en el Pacífico. La mentalidad bélica se unía al triunfalismo del progreso, que también tenía sus connotaciones guerreras, pues se hablaba del triunfo del hombre sobre la naturaleza, y de la derrota incondicional de las hierbas y los insectos invasores.

Era, escribe Carson, una aproximación a mano armada al mundo natural. Bióloga marina por su formación, y dotada de ojos y oídos y sensibilidad hacia todas las formas de vida, observó cosas en las que parecía que nadie hubiera reparado, salvo campesinos sin graduación y mujeres aficionadas a la jardinería y a los pájaros, y científicos que publicaban sus hallazgos en revistas muy minoritarias. Los compuestos químicos de los insecticidas y los herbicidas mataban rápidamente a los peces y a los pájaros, bien por influencia directa, bien a través de esa trama de conexiones muchas veces invisibles para la mirada humana que sostienen el equilibrio de la vida, lo que Carson describe como el tejido o la trama en los que se sustenta. El compuesto químico destinado a eliminar una especie de hormiga dañina para la agricultura se filtra a la tierra y envenena a los gusanos de los que van a alimentarse los pájaros. Eliminados los pájaros, se multiplican las especies de insectos que hasta entonces ellos se comían, convirtiéndose en nueva plaga contra la que harán falta venenos químicos todavía más potentes, porque los insectos, que se reproducen muy rápido, evolucionan más rápido aún, en virtud de la selección natural: los más fuertes sobreviven, y transmiten a su descendencia una inmunidad creciente a los insecticidas. Y los mismos venenos que contaminan las aguas y el aire se trasmiten a los alimentos de los seres humanos, y hasta la leche materna y el líquido amniótico en el que se remueve un feto están contaminados.

A Rachel Carson apenas le dio tiempo a disfrutar la resonancia de su libro, aunque sí a padecer las calumnias, los insultos, las vejaciones que arreciaron contra ella, muchas veces organizadas y financiadas por las empresas de productos químicos, otras nacidas de la simple arrogancia, abrumadoramente masculina, de los presuntos expertos. La acusaban de no tener un doctorado, de ser solterona y resentida, de tener una mentalidad de señora cursi aficionada a los pajaritos y a los conejos de peluche, de defender un oscurantismo que nos llevaría de vuelta a las epidemias medievales. De Jane Jacobs también dijeron arquitectos y urbanistas de mucho currículum que era un ama de casa que solo pensaba a empujar un carrito de bebé por los parques. Cuando estoy en Madrid me acuerdo de Jane Jacobs, y en el campo leo a Rachel Carson y tomo nota con melancolía de cuánto han disminuido desde que yo era niño los pájaros y los insectos, y me alegro más aún cuando los veo y los escucho, y cuando soy capaz de apreciar el modo en que sus existencias casi siempre ignoradas están conectadas con las nuestras. Las voces de los justos no son tan solo sonidos humanos.

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