Ascetismo ideológico y lujuria tecnológica

Me parece muy peligroso pedirle más compromiso antirracista a nuestros artistas que a nuestros políticos

sr. García

Vivimos en un mundo extraño que combina del modo más inquietante el ascetismo ideológico y la lujuria tecnológica.

Vayamos por orden. El ascetismo ideológico tiene que ver con lo que el filósofo francés Olivier Roy llama “aplanamiento del mundo”, es decir, con la obsesión por la transparencia contractual, cuya consecuencia es el destierro de la ambigüedad y la penumbra de todos los ámbitos de la existencia, incluidas la sexualidad y...

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Vivimos en un mundo extraño que combina del modo más inquietante el ascetismo ideológico y la lujuria tecnológica.

Vayamos por orden. El ascetismo ideológico tiene que ver con lo que el filósofo francés Olivier Roy llama “aplanamiento del mundo”, es decir, con la obsesión por la transparencia contractual, cuya consecuencia es el destierro de la ambigüedad y la penumbra de todos los ámbitos de la existencia, incluidas la sexualidad y la ficción, dos de los manantiales más poderosos de la cultura humana. A Marcel Proust (al que releo sin mala conciencia mientras el tecnofeudalismo hace jirones la democracia global) le molestaba mucho la dificultad de algunos críticos para abordar las obras en su autonomía narrativa, al margen de las virtudes o vicios de su autor. Decía que “una novela con teorías (con mensaje) es como un objeto al que se ha dejado puesta la etiqueta con el precio”. Esa etiqueta incluye, claro, la personalidad del artista, al que en contextos puritanos, como lo es el actual, se exige que sea ejemplar y produzca obras igualmente ejemplares. Ahora bien, confundir la etiqueta del precio con el valor del producto significa el fin de la ficción, al que deberíamos dar tanta importancia como a la extinción de los elefantes o a la desaparición de las selvas.

Pienso, por ejemplo, en el caso de la actriz Karla Sofía Gascón, víctima perfecta, casi bíblica, de este ascetismo ideológico; pienso, es decir, en la felicidad que ha producido, a derecha e izquierda, la metedura de pata de una mujer transgénero. Porque me temo que de eso se trata. En realidad, como explica Isaac Rosa en un magnífico artículo, Karla Sofía Gascón ha sido condenada, vilipendiada, devorada por las jaurías digitales no por sus viejas y detestables declaraciones racistas e islamófobas, sino por su condición trans, lo que a mi juicio revela también, si nos empeñamos en medirlo todo en términos de “batalla cultural”, la derrota de las posiciones menos ascéticas. Podría suceder, quiero decir, que se le perdonen sus declaraciones precisamente por ser trans, y que en la balanza entre dos criterios políticamente correctos (el rechazo del racismo y el rechazo de la transfobia) se imponga el segundo, de manera que Karla Sofía Gascón gane el Óscar, pese a su racismo, por su condición de género. Que hasta ahora haya ocurrido lo contrario dice mucho acerca de la victoria transversal del puritanismo reaccionario incluso en sectores de la izquierda y del feminismo.

Ahora bien, me parece un error medirlo todo en estos términos. Se piense lo que se piense de la autodeterminación de género, lo que se olvida es que Gascón es una actriz y que se la ha propuesto para el Oscar por su interpretación del personaje de Emilia Pérez (y Manitas del Monte) en una obra de ficción, no por su compromiso político. Es normal que deseemos admirar personalmente a los que admiramos en la ficción, y es inevitable que el descubrimiento de que los autores y los actores que amamos no piensan lo mismo que nosotros ni defienden nuestras ideas políticas (o defienden las contrarias y hasta las más objetivamente reprobables) nos produzca una fuerte decepción, pero me parece muy peligroso pedirle más compromiso antirracista a nuestros “narradores” que a nuestros políticos, y ello hasta el punto de arruinar la carrera cinematográfica de una brillante actriz por unos tuits miserables, mientras Trump encierra a inmigrantes en Guantánamo, y Meloni intenta hacer lo mismo en Albania. No hay que confundir a Emilia Pérez, personaje que parasita el cuerpo de Karla Sofía Gascón, con el alineamiento político de esta en la vida real (que a veces es mucho menos verdadera que la ficción). Debemos reivindicar nuestro derecho inalienable a escuchar a Emilia Pérez y a criticar a Karla Sofía Gascón. Podemos discutir, por supuesto, sobre el valor cinematográfico de la película de Audiard y también sobre las declaraciones de la actriz, pero creo que no nos damos cuenta de hasta qué punto nos debilita mezclar ambas cosas: la lucha contra el ascetismo ideológico forma parte también de la lucha contra el neofascismo, y la defensa de la separación autor/obra es la única garantía de que podamos seguir introduciendo efectos civilizatorios desde la ficción. Personalmente, me atrevería a decir que el bien que nos hace la existencia del personaje Emilia Pérez es muy superior al daño que hacen los tuits de Karla Sofía Gascón.

Hay que añadir que, como rasgo de época, este ascetismo ideológico es acompañado (y compensado) por lo que llamaría “lujuria tecnológica”. Todo lo que no nos permitimos ya en términos culturales (la ruptura, el riesgo, la exploración de los límites) se nos impone desde la tecnología. No me refiero solamente a la economía y la comunicación, ahora casi indiscernibles (ni a la utopía libertariana de Musk y compañía), sino a la capacidad material de hacer realidad nuestras fantasías y, por lo tanto, nuestras pesadillas. Decía Marx (más o menos) que cada época solo se hace las preguntas que puede responder. Como el propio Marx sabía, si esto fuera totalmente cierto no habría ni progreso ni emancipación. Pero no cabe duda de que nuestras representaciones y nuestros proyectos están atados a los medios tecnológicos de los que disponemos en un momento dado. Quiero decir —no sé— que la Torre de Babel era una fantasía, pero si en 1930 se puede “imaginar” el Empire State Building es porque ya existen el hormigón, el acero y el vidrio, materiales sin los cuales el rascacielos no hubiese podido mantenerse en pie. El peligro hoy es que nuestra fantasía y nuestra imaginación coinciden en un contexto tecnológico y digital potencialmente ilimitado.

En el campo de la cultura, digamos que la novela es mucho menos fantasiosa que el cine, que nació casi como una forma de prestidigitación (pensemos en Méliès) y cuya dependencia (y libertad) tecnológica es mucho mayor. Hoy la renderización y la inteligencia artificial, al servicio de la fantasía, dejan muy poco margen a la imaginación; por otro camino, la tecnología concurre también, sí, a ese “aplanamiento” del mundo en virtud del cual podemos ver materializado ante nuestros ojos, sin velos ni ambigüedades, de manera inmediata, todo lo que concibe nuestra mente (muchas de cuyas ocurrencias estarían mejor ocultas). Como sabía el propio Proust, la limitación de medios ha tenido siempre dos ventajas: la primera, que selecciona solo las soluciones materialmente posibles, de manera que deja fuera muchas fantasías deplorables; la segunda, que obliga a construir los propios recursos a la hora de superar un límite narrativo, lo que asegura la conexión entre la innovación y la tradición. Lo peor que puede decirse de muchos productos culturales (desde íntimos o decorativos hasta cinematográficos, digitales o arquitectónicos) es que hacen realidad todos nuestros sueños.

Esta combinación no es inocua; creo que resume los peligros de ese capitalismo autoritario, reaccionario y poshumanista que la victoria de Trump nos obliga a conjugar ya en presente. Políticamente, somos cada vez más puritanos y carecemos más de imaginación; tecnológicamente, somos cada vez más antipuritanos y nos dejamos llevar más por la fantasía. El ascetismo ideológico, que nos impide reconocer la autonomía de la ficción, nos hace impotentes respecto de la realidad e intolerantes respecto de la imaginación; la lujuria tecnológica, por su parte, nos deja a merced de la fantasía. Todo puritanismo se vuelve, por su propia inercia, autoritario; toda fantasía, si está dotada de los medios materiales, destructiva. ¿No son estos dos elementos los que explican al mismo tiempo las políticas de género de Trump y su política exterior? ¿Su conservadurismo moral y su utopismo digital? Su propuesta criminal de expulsar a los palestinos de su propia tierra para construir un complejo turístico, ¿no es la expresión más monstruosa y acendrada de la victoria de la fantasía sobre la imaginación? Inmigrantes en su propio país, hay que retirar de la playa, como si fueran escombros, a dos millones de seres humanos para construir la Torre de Babel y destruir el mundo.

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