Tener menos de todo
Esta aceleración constante no puede sostenerse mucho más. En un mundo de recursos limitados es imposible el crecimiento ilimitado al que aspiran economistas y políticos
En cada acto de militancia cotidiana hay una sospecha latente de futilidad. ¿De qué sirve esforzarse en gestos individuales que van a tener un efecto nimio o nulo en el discurrir de las cosas, arrollados por fuerzas incontrolables, por designios políticos y económicos que lo avasallan todo? Uno lee y escucha la crecida de la grosería ambiente y se esmera en expresarse con precisión y mesura y en guardar las formas. Quien ha vivido en sociedades de costumbres ásperas y separaciones de hielo entre las...
En cada acto de militancia cotidiana hay una sospecha latente de futilidad. ¿De qué sirve esforzarse en gestos individuales que van a tener un efecto nimio o nulo en el discurrir de las cosas, arrollados por fuerzas incontrolables, por designios políticos y económicos que lo avasallan todo? Uno lee y escucha la crecida de la grosería ambiente y se esmera en expresarse con precisión y mesura y en guardar las formas. Quien ha vivido en sociedades de costumbres ásperas y separaciones de hielo entre las personas sabe agradecer la cortesía verdadera de un vecino que saluda mirando a los ojos o de un empleado público o un vendedor que se dirige a uno con amabilidad. Uno se esfuerza en comportarse con decencia en las ocasiones diarias de la vida, y cuando tuvo que educar a sus hijos supo el trabajo que costaba convertir en hábito cosas tan simples como no tirar cosas por la calle, no dar un golpe al cerrar las puertas, no gastar cantidades irresponsables de agua en la ducha. Inculcar altos valores abstractos sin duda es meritorio, pero yo creo que la única manera honrada y tal vez efectiva de predicar es con el ejemplo, y educar en una conciencia aguda de los propios actos, del beneficio o el daño que pueden causar.
Como muchas personas de mi generación, me crie con grandes ideales de emancipación universal que con mucha frecuencia no tenían reflejo alguno en la vida práctica, en la simple realidad de las cosas. Admiraba regímenes que en nombre de la justicia aplastaban a la inmensa mayoría de sus súbditos, y en nombre de la igualdad reservaban todo el bienestar a la minoría dirigente, y en nombre de la soberanía colectiva de la clase trabajadora practicaban el mayor culto a la personalidad de un déspota que había existido nunca antes en la historia. La misma discordancia se reproducía en el ámbito de las militancias que entonces se llamaban “de base” y en el de las vidas privadas. En organizaciones presuntamente igualitarias, las mujeres quedaban por debajo de los varones, y en las facultades por las que yo me movía lidercillos de tres al cuarto, poseedores de una retórica palabrera y sofista, actuaban como donjaunes cinegéticos con maneras de sultanes de harén, y envolvían en fulminantes argumentos teóricos impulsos tan antiguos como la soberbia, la vanidad, la pura ambición de poder. A la propensión doctrinaria de origen marxista se sumaban las coartadas que el mayodelsesentayochismo facilitaban a los grandes caraduras. ¿Qué mujer —y en ocasiones varón— iba a ser tan estrecha y reaccionaria que les negara a ellos la satisfacción de sus deseos soberanos? ¿No quedábamos en que estaba prohibido prohibir?
He asistido a manifestaciones contra el cambio climático o por alguna causa igual de noble que dejaban atrás un gran río de basura que iba siendo recogida por las brigadas de limpieza que avanzaban con sus mangueras y sus máquinas detrás de los manifestantes. Paso a media mañana por colegios privados en los que al parecer se imparte una educación exquisita y veo el muladar de bolsas, latas, colillas y restos de comida que los alumnos de élite han dejado después del recreo. Me examino a mí mismo y pienso con remordimiento en las veces que me sentí autorizado por mi condición de escritor para eludir responsabilidades familiares de las que no habría podido escapar si no fuera hombre.
Así que con los años se ha fortalecido en mí un recelo instintivo hacia las grandes palabras y construcciones teóricas, y una voluntad de fijarme no tanto en lo que las personas dicen, sino en lo que hacen. Y procuro aplicarme a mí mismo esta regla que se podría llamar de militancia práctica, y que, a diferencia de la teórica, se ejerce a cada momento de la vida, y no en la lejanía de los ideales, sino en la proximidad de lo diario. Hay que ponerse en guardia contra lo que Charles Dickens, en Casa desolada, llama “filantropía telescópica”, refiriéndose a una dama victoriana que vive en un sufrimiento permanente y virtuoso por los nativos en las colonias de África, y a la vez trata a patadas a los sirvientes de su casa.
Voy por la ciudad en transporte público o en bici o voy andando, separo con cuidado la basura, procuro, procuramos, aprovechar al máximo los alimentos y no desperdiciar nada. Uso abrigos que heredé de mi padre y mi suegro. Compro en la librería, en la panadería, en la pescadería, en la frutería que tengo cerca, y donde me conocen y me fían si me he dejado la cartera en casa.
Y al mismo tiempo tengo un sentimiento de futilidad. Voy a los contenedores de reciclaje y ya son vertederos que se desbordan de cartones de embalaje y objetos abandonados. Echo las botellas en el contenedor de vidrio y me doy cuenta del engaño o la estafa en la que todos estamos participando: el reciclaje de vidrio, como casi cualquier otro, requiere mucha energía a cambio de resultados casi siempre escasos. Mucho más eficiente, y más racional, sería devolver las botellas, como se hacía antes, quizás en esas máquinas que hay en muchos supermercados de Europa. Y mucho mejor aún sería no estar produciendo a cada momento tantos millones de toneladas de basura, la de esos embalajes que ya no caben en los contenedores y la de los objetos que venían dentro de ellos, todos también tirados al cabo de muy poco tiempo, de modo que hay que comprar otros nuevos cuanto antes, en una escalada que en esta época del año se vuelve abrumadora y vertiginosa, con esa forma de espiral que las leyes de la física imponen a las grandes catástrofes, desde los huracanes del Caribe y ahora también del Mediterráneo a las extensiones oceánicas de desechos de plástico que giran en las corrientes del noreste del Pacífico.
Todos sabemos o intuimos que este sistema de aceleración y multiplicación de todo no puede sostenerse mucho más tiempo. Las leyes físicas, a diferencia de las leyes humanas, y no sé si en especial las españolas, no se las salta nadie. En un mundo de recursos naturales limitados, y además irremplazables, no es posible el crecimiento ilimitado al que aspiran los economistas y los dirigentes políticos. En un libro recién publicado, El futuro de Europa, Antonio Turiel, doctor en Física Teórica e investigador científico, desmiente con rigor y vehemencia la conveniente fantasía de que una transición rápida y completa a energías limpias permitirá atajar el cambio climático y mantener el sistema productivo y social que ahora alimentan los combustibles fósiles. No tengo formación para evaluar cada uno de sus argumentos, pero me parece que sus premisas y sus conclusiones son en gran medida irrefutables: más que cambiar unas fuentes de energía por otras, queriendo mantenerlo todo igual, lo que es urgente es cambiar la vida y establecer un orden de prioridades. “Necesitamos garantizar unas condiciones de vida digna para todo el mundo”, escribe Turiel, “trabajo, alimentos, agua, ropa, vivienda, educación, sanidad”. Y necesitamos hacerlo en un mundo cada vez más sumergido en el gran trastorno del cambio climático, de la degradación de los suelos fértiles y el agotamiento de los mares, de la contaminación de esos residuos químicos que envenenan no solo el agua y el aire, sino también el flujo de nuestra sangre y las células más escondidas de nuestros cuerpos. Para que todos tengan lo necesario hará falta que los privilegiados tengan, tengamos, un poco o bastante menos de todo. La militancia práctica de cada uno solo se vuelve de verdad efectiva si se integra en un vasto activismo comunal que se convierta en voluntad política. El precio de no hacer nada no es una deuda postergada a un vago futuro: la están pagando ahora nuestros conciudadanos de Valencia.