El debate | ¿Es viable una semana laboral de cuatro días?

Replantear los horarios de trabajo para reducir la jornada laboral es una iniciativa que ya se ha experimentado en otros países pero que en España se enfrenta a las reticencias de los empresarios y a la baja productividad de la economía

Un empleado trabajaba en la fábrica de Seat en Martorel, en 2020.David Ramos (Getty Images)

El PSOE y Sumar han pactado reducir esta legislatura la jornada ordinaria de trabajo, de las 40 horas semanales actuales a 37,5. Según las estimaciones del Ministerio de Trabajo, si el Gobierno consigue el apoyo de la mayoría del Congreso y la medida sale adelante, esta beneficiará a 12 millones de personas asalariadas del sector privado. España no está sola. Son muchos los países que están poniendo en marcha experimento...

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El PSOE y Sumar han pactado reducir esta legislatura la jornada ordinaria de trabajo, de las 40 horas semanales actuales a 37,5. Según las estimaciones del Ministerio de Trabajo, si el Gobierno consigue el apoyo de la mayoría del Congreso y la medida sale adelante, esta beneficiará a 12 millones de personas asalariadas del sector privado. España no está sola. Son muchos los países que están poniendo en marcha experimentos en la misma línea, para valorar cómo afecta al trabajo, a la productividad y a la economía.

En el debate de esta semana, los economistas expertos en empleo Joan Sanchís y María Jesús Fernández exponen los beneficios y problemas de reducir por ley la jornada semanal a cuatro días.


Un trabajo más compatible con la vida

JOAN SANCHIS I MUÑOZ

Hace más de cien años, el industrial norteamericano Henry Ford, fundador de la Ford Motor Company, impulsó en sus fábricas dos grandes transformaciones que cambiarían el mundo del trabajo y la economía para siempre: la cadena de montaje y la semana laboral de cinco días. Poco después, en 1919, tuvo lugar en Barcelona la huelga de La Canadiense, movilización que culminó con el establecimiento en España de una jornada laboral máxima de ocho horas diarias. Estos dos acontecimientos dieron forma a un nuevo estándar de organización del tiempo de trabajo, consagrado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que estableció la recomendación de una jornada laboral máxima de 40 horas semanales.

Aunque parezca mentira, poco o nada ha sucedido en materia de políticas de reducción del tiempo de trabajo desde entonces. Peor aún, a pesar de los notables incrementos de la productividad fruto de la revolución tecnológica, hemos asistido a un proceso de erosión sistemática de la jornada laboral estandarizada, permitiendo desviaciones y excepciones. Son cada vez menos las personas que pueden disfrutar de una semana laboral de cinco días y 40 horas con un horario claro y previsible. El tiempo de trabajo ha tendido a diversificarse, a extenderse más allá de los límites preestablecidos, y también a intensificarse. Los resultados en términos colectivos distan mucho de ser positivos. En el caso de España, trabajamos más horas de media que los países de nuestro entorno (1.686 anuales), y a pesar de ello somos sustancialmente menos productivos. Además, cada vez son más evidentes las dramáticas consecuencias que la precariedad y el agotamiento laboral están teniendo sobre la salud de los trabajadores.

El paradigma de organización industrial del tiempo de trabajo se encuentra hoy en la UCI. No solo porque este ya no responde a las necesidades de un modelo productivo globalizado, digitalizado y terciarizado, sino porque tampoco resulta funcional para las nuevas generaciones que se incorporan al mercado de trabajo, sobre todo jóvenes y mujeres. Las largas jornadas laborales, por lo general, no resultan compatibles con una vida plena, libre y saludable, tampoco con empresas sanas, competitivas y resilientes. Buena prueba de ello es el interés que durante los últimos años ha generado la propuesta de la jornada laboral de cuatro días o 32 horas semanales. Avanzar hacia un nuevo paradigma de semana laboral más corta parece una necesidad social y económica, aunque entrañe también ciertos riesgos.

La clave del éxito de este modelo de innovación organizativa reside en su aparente capacidad de aunar los intereses empresariales con las necesidades de los trabajadores. Esto implica un compromiso mutuo no exento de sacrificios: la empresa mantiene el salario y el trabajador se compromete a desarrollar el mismo trabajo que antes en menos tiempo. Todo esto requiere, por supuesto, medidas de acompañamiento, nuevas metodologías de trabajo o incluso ayudas económicas como las que se han planteado en España. Si este compromiso funciona, la empresa puede mejorar sus resultados, atraer y retener mejor el talento, y el trabajador libera tiempo para tareas de conciliación o para consumir cultura y ocio. Los resultados de las experiencias piloto en el Reino Unido, Portugal o en la Comunidad Valenciana avalan sobradamente la presencia de estos beneficios.

Claro está que la jornada laboral de cuatro días tampoco es la panacea. Existen riesgos evidentes vinculados a su planteamiento como semana laboral compactada (mismas horas en menos días) o a su aparejamiento a reducciones salariales encubiertas. Tampoco liberar tiempo se traducirá automáticamente en patrones de movilidad y de consumo más sostenibles, o en un reparto más igualitario de las tareas de cuidados. Aun así, la jornada laboral de cuatro días, abordada de una manera proactiva y flexible, abre una ventana de oportunidad inédita para construir un nuevo contrato social que dé respuesta a los grandes retos contemporáneos.


Primero la productividad, después la reducción de jornada

MARÍA JESÚS FERNÁNDEZ

Los argumentos en defensa de la reducción por ley de las horas de trabajo parecen sustentarse muchas veces sobre una visión caricaturizada del mundo laboral, conforme a la cual todos trabajamos en oficinas, y podríamos producir lo mismo en menos horas, pero unos rancios empresarios nos obligan a un presencialismo obsoleto. No obstante, ni todo el mundo trabaja en una oficina, ni tiene ningún fundamento la idea de que, de forma general, todos los que lo hacen podrían trabajar menos y producir lo mismo.

Tanto en los servicios que implican atención al público como en las actividades fabriles, la producción depende del número de horas trabajadas. Dado un nivel de productividad por hora, a menos horas trabajadas, menos clientes serán atendidos y menos productos serán fabricados. Es decir, se reducirá la productividad por trabajador. Esto es un hecho incontestable.

Para cualquier empresa, ceteris paribus, menos horas de trabajo sin rebaja del sueldo implicará, en general, menos facturación a igualdad de costes. Esto se traducirá o bien en una reducción de márgenes y, por tanto, menor competitividad, menor inversión, menos empleo y menos impuestos, o bien cuando la empresa opere en sectores resguardados de la competencia exterior, en subidas de precios para el consumidor. Las empresas más perjudicadas serían las de menor tamaño. Pequeños negocios de servicios tendrían que adelantar la hora de cierre, lo que además tendría la consecuencia añadida de reducir las opciones de los clientes para recibir un servicio en el horario que más les conviene.

Los países más productivos, los que se encuentran en la frontera tecnológica, quizás podrían plantearse reducir la jornada laboral sin graves consecuencias, gracias a que su diferencial de productividad frente a sus competidores les ofrece margen para ello. Pero no es el caso de España, una economía cuyo primer problema es, precisamente, su baja productividad. No parece sensato ser los primeros en reducir las horas de trabajo cuando otros países que ya nos llevan una gran ventaja aún no lo han hecho, ampliando todavía más esa brecha. Primero viene la productividad, y después la reducción de la jornada laboral, no se puede poner el carro delante de los caballos.

De hecho, de lo que deberíamos estar debatiendo es de cómo aumentar la productividad, y eso significa hablar de la calidad de la enseñanza, de la formación profesional, de la sobrecarga e impredecibilidad fiscal y regulatoria, de la eficiencia de las Administraciones, etc. Todo esto está en la base de la mejora de la productividad, y ésta se encuentra en la base de toda mejora en el nivel de bienestar de una sociedad. La productividad es lo que permite elevar los salarios, crear empleo, reducir las desigualdades, aumentar los ingresos públicos y, también, reducir las horas de trabajo.

Eso no quiere decir que no se deba reducir la jornada laboral en ningún caso. Hay actividades y sectores en los que sí es posible, y de hecho ya se ha hecho en multitud de empresas, a través de la negociación colectiva. Y esa es la vía por la que los avances tecnológicos y productivos deben conducir a una reducción del tiempo de trabajo de una forma natural, al ritmo al que en cada sector, actividad y país pueda implantarse, teniendo en cuenta su realidad, sus condiciones competitivas y su propia naturaleza. Mientras no estemos en condiciones de reducir la jornada de forma generalizada, hacia donde se debería avanzar es hacia la racionalización de los horarios. Pero, tampoco en este caso, a través de una imposición rígida e indiferenciada, sino mediante la negociación y adaptación a las circunstancias particulares, compatibilizándolo con la capacidad para que las empresas puedan prestar servicios en los horarios y condiciones que demandan los consumidores.

Algunos consideran que los decretos y el intervencionismo son una manera eficaz e infalible de moldear el mundo para que sea tal y como nos gustaría, pero la economía es como un complejo ecosistema que se desequilibra si intentamos transformarlo por la fuerza. Hay que dejar que evolucione a su ritmo, y, en su caso, eliminar las trabas que impiden que esto sea así.

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