América Latina está de vuelta
Hubo épocas en que el espíritu de unidad regional electrizaba al continente y otras en que volvíamos a ser poco más que un agregado de naciones ensimismadas; estos días algo se mueve y los indicios son varios
Hace quince años el periodista Michael Reid caracterizó a América Latina como “el continente olvidado”. Ni tan convulsa como el Oriente Próximo, ni tan pobre como el África, simplemente habíamos quedado fuera de los reflectores. Y algo de razón tenía. Sin embargo, si abrimos el lente histórico, América Latina, en tanto unidad, más que un continente olvidado, asemeja más a un faro —o acaso una estrella— que aparece y desaparece, que tintinea, que se anuncia y se retrae, según las temporadas.
En el contexto d...
Hace quince años el periodista Michael Reid caracterizó a América Latina como “el continente olvidado”. Ni tan convulsa como el Oriente Próximo, ni tan pobre como el África, simplemente habíamos quedado fuera de los reflectores. Y algo de razón tenía. Sin embargo, si abrimos el lente histórico, América Latina, en tanto unidad, más que un continente olvidado, asemeja más a un faro —o acaso una estrella— que aparece y desaparece, que tintinea, que se anuncia y se retrae, según las temporadas.
En el contexto de las independencias, por ejemplo, América Latina fue un horizonte común: la patria grande. Con naciones inexistentes y Estados incompletos, lo que azuzó la emancipación de la región fueron ciertos principios republicanos compartidos a través del continente —y más allá. Y en adelante, hubo épocas en que el aliento regional electrizaba al continente y otras en que volvíamos a ser poco a más que un agregado de naciones ensimismadas.
Desde fines del siglo XX la idea de Latinoamérica se adormeció. Aun cuando la izquierda del nuevo milenio edificó un sinnúmero de organismos de retórica regionalista, su objetivo en última instancia era contrario a la integración; buscaban implantar un westfalismo que permitiera a cada nación construir el régimen que quisiera sin sufrir molestas injerencias por atentados a la democracia o violaciones de derechos humanos. Y en términos culturales, en las últimas tres décadas puede que la obra de Roberto Bolaño fuese lo único hondamente latinoamericano en medio de una literatura que había estrenado el fin de la historia cantándole a McOndo.
En estos días, sin embargo, algo se mueve. América Latina está de vuelta. Los indicios son varios, pero aquí quisiera detenerme en dos libros recientes que observan a la región en tanto unidad. Ñamérica de Martín Caparrós (Random House, 2021) y Delirio americano de Carlos Granés (Taurus, 2022) funcionan como un tándem insuperable para asomarse a “nuestra América”, para decirlo con Martí.
Sus acercamientos son distintos por diversas razones. Caparrós escribe un reportaje desbordado de América Latina. Es el periodismo literario en su mejor versión: ni los fuegos artificiales de la prosa eclipsan al reportero acucioso, ni la investigación prolija impide el disfrute del lector. Granés, en cambio, es un ensayista en la mejor tradición latinoamericana. Es erudito y académico, pero disimula hasta desaparecer los rastros de todo academicismo y entrega un libro con una prosa clara y, de forma paradójica, libre de todo delirio latinoamericano.
Ahora bien, ¿de qué hablan estos autores cuando hablan de la región? La diferencia fundamental es que el libro de Granés tiene la virtud de incluir con derechos plenos al Brasil; Caparrós, en cambio, lo deja fuera al ocuparse de los países de este lado del mundo que utilizan la letra ñ, castellanohablantes, de ahí el concepto que utiliza para la región: Ñamérica.
El libro de Caparrós es una ventana descomunal al continente de hoy. Ya solo la estructura del libro revela bien la ambivalencia latinoamericana, pues los capítulos impares se ocupan de ciudades clave en la región —Ciudad de México, El Alto, Bogotá, Caracas, La Habana, Buenos Aires, Miami y Managua— mientras los pares abordan temas transversales y esenciales para la América Latina contemporánea. El propósito de Caparrós es casi ontológico: “qué carajo tenemos en común”. Como Rubén Blades hace casi cuarenta años podría haber dicho “te estoy buscando América”.
El propósito de Delirio americano es diferente. Más que el alma contemporánea de la región busca comprender la raíz política del continente. O para expresarlo de otro modo, el diagnóstico del autor sobre la región es nítido: padecemos un equilibrio precario incapaz de generar progreso. Y entonces el ensayista recurre a la historia: ¿de dónde surge esta disposición a la inestabilidad, a las idas y vueltas, de dónde la vocación pendular? Si toca simplificar con arbitrariedad, a Granés le interesa descubrir por qué estamos como estamos, mientras Caparrós quiere averiguar qué somos hoy.
Para responder a sus preguntas cada quien echa mano a herramientas diferentes. Granés acude con originalidad a la historia de la poesía y la plástica latinoamericanas para encontrar ahí la causa de una política desquiciada y dominada siempre por la pulsión nacionalista de derecha e izquierda. A contramano del análisis político académico centrado por lo general en las instituciones, en los actores políticos y sociales o en la economía política de los países, aquí el nudo latinoamericano recae en los delirios de sus poetas; en el desborde de nuestros pintores y en el arrojo de vanguardias que terminaron inflamando nuestra política hasta el delirio. En el camino, con aguda concisión, el autor no deja episodio político relevante del último siglo sin analizar.
Caparrós, por su parte, abre el baúl de su propio periplo de tres o cuatro décadas reporteando por el continente. Reportea desde casi todos los países, pero más importante aún, desde sus barrios marginales y fincas, rascacielos y mercados populares, desde río, mar y montaña. Pero sería injusto quedarme solo con el verbo reportear. Aquí aparece también el novelista Caparrós que, con oído afilado, recrea el habla de los latinoamericanos. Y, además de reportear, ensaya, analiza, piensa, imagina, curiosea, en un torrente tan sesudo como entretenido.
Ambos libros son oportunos, además, en una época donde se celebran las identidades cada vez más elementales u originarias, y donde la “diversidad” y el “descentramiento” levantan aplausos con solo nombrarlos. Aquí, en cambio, ambos apuntan a lo común latinoamericano, sin esencialismos ni exotismos. Más que nombrar lo que somos, los mueve el ánimo de dar con aquello podríamos ser.
¿Y qué podríamos ser los latinoamericanos? Es aquí cuando las propuestas se apartan. O mejor decirlo sin remilgos: se contradicen. En el penúltimo capítulo de Ñamérica —que Caparrós titula acertadamente “panfletito”— el autor hace pública su nostalgia por la utopía. Si fuimos el continente de los grandes sueños revolucionarios, ¿por qué no soñar con una nueva utopía que nos arranque del marasmo? Para Granés, en cambio, ese reclamo constituye en sí mismo el mal latinoamericano; la utopía resulta el delirio que entusiasma tanto como excluye, el calorcito que culmina siempre en la heladera de la intolerancia.
Para terminar, repitámoslo: estamos ante dos grandes libros —y no solo dos libros grandes, pues ambos andan por las seiscientas páginas—. Sería extraño que hubieran aparecido en la misma década, con apenas unos meses de diferencia, es un milagro. Tal vez indican que América Latina en tanto unidad recobra vigencia. No son los únicos productos culturales que lo señalan. Podcasts como Radio Ambulante apuntan en la misma dirección. En el mundo académico los libros de la serie Cambridge Elements también lo sugieren.
Y, fuera del ámbito cultural, la experiencia latinoamericana reciente indica de manera convincente que muchos de nuestros procesos más críticos —como la pandemia, las diferentes migraciones que atraviesan el continente o los efectos del calentamiento global— señalan dinámicas que superan por mucho a los Estados. En ese sentido, se hace necesario reincorporar una mirada y acción latinoamericanas. Ñamérica y Delirio americano son dos hermosas bases para reconocernos y apurar ese paso latinoamericanizante.