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Cine mexicano, ¿y ahora qué sigue?

¿Por qué aceptamos que la cultura y el arte sean tratados como asuntos suntuarios y que se les tache de decoración, lujo burgués o hobby?

Montserrat Marañón y Ludwika Paleta durante la 66 de la entrega de los Premios Ariel en Guadalajara.
Montserrat Marañón y Ludwika Paleta durante la 66 de la entrega de los Premios Ariel en Guadalajara.FERNANDO CARRANZA GARCIA (Cuartoscuro)
Antonio Ortuño

Estuve el sábado en la 66ª entrega de los premios Ariel, de la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas, que reconoce lo mejor de las películas nacionales del año. Fue una noche fascinante. Pensemos que en el recinto del teatro Degollado de Guadalajara, sede del acto, se encontraban reunidos una serie de talentazos (nominados y ganadores de esta y otros entregas) y una colección de personajes coloridos y variopintos, que iban del galáctico Guillermo Arriaga y la homenajeada Angélica María, al (ya de muy bajo perfil público) gobernador Enriquue Alfaro y el luchador enmascarado (y empeluchado) conocido como el Kemonito. Gente brillante y/o hermosa, o cuando menos interesante, en ropa de gala o coctel (o mangas de camisa, que los hubo), canciones, fiesta multitudinaria en el patio del Museo Cabañas… bueno, el colmo de la elegancia.

Pero más allá de las anécdotas y el glamour, y más allá de lo bien que salió el evento, que tuvo transmisión televisiva en vivo y todo, es inevitable preguntarse hacia dónde se dirige el cine mexicano como industria y comunidad, porque debajo de los vestuarios y detrás de los decorados hay inquietudes muy claras, que quizá puedan resumirse en una: ¿ahora qué sigue?

Es cierto que han aparecido nuevos jugadores en el tablero de la inversión (productoras y plataformas que no existían hace unos años y que están apostando por proyectos muy diversos), pero, nos guste o no, el cine en este país sigue pendiente, en buena medida, de los apoyos oficiales, es decir, del presupuesto que el gobierno le otorga. Y el acceso de los creadores a ese dinero se ha visto entorpecido por los ajustes que se han impuesto, desde la administración, a los mecanismos públicos. La desaparición (es decir, el apropiamiento oficial) de los fideicomisos fílmicos, y la llegada de las enésimas “nuevas reglas” de los fondos aún vigentes, han complicado procesos de por sí muy burocráticos y acotados, que dejan más por hacer de lo que hacen. En suma: hay menos dinero y es más difícil conseguirlo.

Esta no es una situación aislada ni exclusiva de México. Hay, de hecho, una suerte de ofensiva contra los apoyos al cine en América Latina. Sin ir más lejos, el gobierno de Javier Milei, en Argentina, dinamitó los recursos que se daban al cine en su país, escudado, como se hace en otras geografías, en las necesidades de la “austeridad”.

¿Cómo se las arreglan los políticos para despojar de presupuesto una y otra vez a la cultura? Se las arreglan porque mucha gente cree en el falso dilema de que una de dos: o tenemos cultura (“Ay, sí, su bonita cultura”), o tapamos baches y les damos medicinas a los agonizantes y alimentos a los famélicos. Y, bueno, planteado así, suena a que los artistas son unos aprovechados y el pobre pueblo bueno se muere de frío cada vez que alguien grita el famoso “Luces, cámara, acción”. ¿Pero por qué aceptamos que la cultura y el arte sean tratados como asuntos suntuarios, y que se les tache de decoración, lujo burgués o hobby?

La política mexicana suele darle a la cultura un trato desdeñoso, de empleada rezongona, y luego, claro, no duda en “movilizarla” y exigirle lealtades y aplausos cuando le conviene. Pero la cultura no es una matraca, para agitarla de cuando en cuando en un mitin; es un tema sustancial para una sociedad y el cine es una de las expresiones culturales más trascendentes. Ojalá el inminente cambio de sexenio presidencial también traiga a la administración pública federal una nueva comprensión de esto.

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