Hacinados habituales
De noche los estantes se sacuden para liberar personajes. Sucede en las casa donde insisten en alinear libreros y en la librerías al cierre, cuando se apagan las luces y los empleados se van
De noche los estantes se sacuden para liberar ciertos verbos y no pocos personajes. Sucede en las casa donde insisten en alinear libreros y en la librerías al cierre, cuando se apagan las luces y los empleados se refugian en los bares del barrio o en la única cafetería que procura desvelarse. Desde mi cama se percibe el ligero temblor de una fila de biografías que se desacomodan para que dé su paseo Winston Churchill con un purito que parece alfiler y el pequeño (nunca mejor dicho) Napoleón cabalga al filo de un volumen empastado en tela, relinchando de coraje por las ridículas clonaciones cinematográficas que intentan retratar su grandeza. Desde la calle, algunas librerías que parecen dormirse arden en actividad y bullicio de personajes recién escapados de un prólogo aburrido y la dama de blanco que pasa como un suspiro entre las páginas del novelón que intenta hospedar su pasión.
He visto de madrugada el impresionante bulto de una ballena de deliciosa piel tersa que intentó cambiar de estantería, goteando sobre las maderas como si reprodujera un llanto de sudores de marineros sobre la cubierta de un barco narrado y allí donde se forma un ángulo recto entre libreros viejos de madera oscura descienden por un cordel de marcapáginas los prófugos de la Revolución Rusa, normalmente ocultos en los párrafos del inmenso volumen que los memoriza. De noche se celebran los mismos bailes de peinados elevados y sables al cinto de personajes pensados que encuentran motivos para matrimoniarse o perderse en la amnesia, en la danza nocturna que sostienen con adverbios y adjetivos precisos emanados de una parvada de ensayos.
Consta que hay autores que logran materializarse como si fuesen sus propios personajes al caer la madrugada de fríos, ya en casa o en la librería para espanto y asombro de lectores dormidos o transeúntes ocasionales que miran de reojo ―más allá de la imaginación― las diatribas y discusiones entre Flaubert y Faulkner, Muñoz Molina y Molière, Pita Amor y Eunice Odio… y hay niñas que desde el refugio de sus almohadas confirman la verdadera cabellera de una princesa de cuento ilustrado que repta por el pequeño librero en busca de una lucecita que le alumbre el camino al País de Nunca Jamás y hay borrachos trasnochados que se detienen en sus devaneos para pegar las narices al cristal de la librería donde se ha reproducido fielmente la noche eterna de Pompeya bajo la erupción y la batalla del Somme auténticamente interminable, aunque en páginas conste que fue tan solo la primera de miles de batallas que inundaron de pólvora y sangre el paisaje de Europa.
He visto, porque los he leído, a los muertos vivientes de un delirio de Juan Rulfo deambular hablando solos entre las filas de los demás libros, y a veces se escucha la voz clara y nítida de Manuel Chaves Nogales, dialogando con una dama rusa que se ha salido de una novela inmortal de Fiódor Dostoyevski. He visto a escala los mejores besos al filo de un andén de espesas neblinas, y se confirma en la madrugada de las letras que sí es posible que una eternidad empiece en el instante exacto en que una pareja se besa por vez primera en la sala de un aeropuerto. He visto a una camarera del Titanic riéndose a carcajadas con un romano que se esconde a menudo en el preciado volumen de Gibbon, ambos a pocos metros de una mesa donde Chesterton descifra enigmas con una señora enamorada de Hercule Poirot y sí… cada noche en casa y todas las noches de librería vuelve a salir el llamado Caballero de la Triste Figura, a veces solo porque Sancho se queda comiendo a la mitad del tomo uno y a menudo juntos, para desfacer los entuertos de novelas ajenas y meterse descaradamente en los cuentos de otras épocas.
Quijote y Sancho llevan años toqueteando la cerradura de la librería a deshoras, hartos de la impostura o simulación de los libreros que jamás los han leído. Llevan muchas horas acumuladas desde hace décadas en la heroica labor con la que intentan liberar a Sherlock Holmes o Madame Bovary de las cárceles en papel, no de sus obras como hogar, sino del pretencioso desdén de quienes ya ni desempolvan sus lomos o revisitan sus desenlaces. Que todos los personajes de todos los libros prosigan prófugos, que no se acabe nunca la noche, la misma noche de siempre donde se ilumina la oscuridad tras el cristal y su reja, la madera clara y su barniza, oscilando las encuadernaciones en seda, tela o cartón para que por las páginas impredecibles salgan verbalizados ya para siempre los personajes en vida, cada sílaba sin saliva, cada paso una página inédita que sincroniza con lo impreso para clonar al margen de lo verificable el milagro indescriptible de saberse leídos.
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