Lila de lejos
Me urge volver a México en pleno invierno porque lo visto confirma lo que deberían clamar en los noticieros y periódicos: han rebrotado jacarandas en Coyoacán y por todo el Paseo de la Reforma
Imposible. Subí al edificio más alto de la Plaza de España (un inmenso hotel que dormita donde nace o termina la Gran Vía para convertirse en Princesa) y desde allí ver si la veía desde el mirador de la azotea. Desde las nubes o neblinas de este frío fue imposible localizarla: le había seguido la sombra desde el Caballito de la Plaza de Oriente y me pareció ver su cabellera alada como sombra de noche a un costado del Palacio Real y bajé ilegalmente por los cerrados jardines y volví a ver el cachorro de un galgo petrificado en una banca anónima. Seguí el sendero de secas hojas rojas, pasé junto al Quijote y Sancho que siempre cabalgan en bronce hacia el atardecer y allí pensé subir a la altísima terraza del vértigo hotelero para pulir lo ingenuo: sin binoculares, que aquí llaman catalejos, es imposible volver a verla, porque hay latidos que de tan cercanos se alejan en silencio hasta el rincón más íntimo del corazón.
Imposible también que sean creíbles estas líneas inverificables donde intento escribir que en mi alivio alcé la vista para perderme de lejos. El ocaso del día se miró de pronto como el amanecer de México y sin lógica ni razón, la sinrazón me concedió volver a ver jacarandas. Ausencia de Ella es ahora no más que flor… lila de lejos.
Me urge volver a México en pleno invierno porque lo visto confirma lo que deberían clamar en los noticieros y periódicos a ocho columnas: han rebrotado jacarandas en Coyoacán y por todo el Paseo de la Reforma, en filas que parecen interminables por las anchas calles o estrechas avenidas de esa ciudad entrañable e imposible. Tan imposible que se mira de lejos desde una azotea en Madrid y tan inverosímil que ―siendo de primaveras― las jacarandas han vuelto a trinar el paisaje de Anáhuac, adelantándose en flor a la incierta o impredecible llegada de primavera.
Urge volver y guardar en otro cuaderno más pétalos lilas y morados. Quizá conformen la infusión que amaine tristezas y melancolías, la maleza silente de la locura y el dolor de corazón, o no. Podría ser nuevamente placebo y sosiego dormido para que todo vuelva al sueño. He escrito ya muchas veces que las jacarandas florecen en la Ciudad de México (donde siempre llueve por las tardes y siempre llueve en un ayer) para que a nadie se le olvide que las calles lloran morado. Vías moradas que brillan por las gotas violetas del llanto de esos árboles mágicos que llegaron quiénsabecómo del Japón o de la Argentina donde llevan acento en la última vocal.
Jacarandá como dádiva o Jacaranda que trajo el jardinero japonés Matsumoto del Brasil; Jacaranda se llamaba una prima que no he vuelto a ver y Jacaranda el travesti que me ayudó a intentar una novela con alas y Jacaranda como bungalow con desayuno incluido o Jacaranda bebida frutal sin alcohol que se sirve con una cereza ensartada en una sombrilla en miniatura… mas la que se imprime en el alma es más árbol que planta a secas y es frondosa. De tan frondosa parece que canta o, al menos, suspira cuando las lluvias la van deshojando para que llore morada la tarde.
Durante años escribí mis dibujitos y acuareleaba párrafos desde un escritorio al filo de una ventana arqueada que se abría a pocos centímetros de una gruesa rama de Jacaranda que parecía dedo sobre el cristal. Por ese brazo trepaban ardillas negras y gatos de diverso pelaje. A ningún ratero se le ocurrió reptar por la rama de Jacaranda para entrar directamente por la ventana para robarse libros, papeles o músicas que eran el único patrimonio que podría avalar como escribiente. Testigo hipnotizado de la llegada de lila de lejos, morado de cerca; demorado a menudo o rara vez enamorado, uno nunca aprende a volverse puntual en colores o a desenamorarse en blanco y negro… como en las películas.
Era de primavera y de otoño. Ahora he visto lila de lejos que la Jacaranda se ha adelantado a su primavera en la Ciudad de México. Pensé que sería metáfora o superstición de que un abril amanece antes para nunca olvidar que las jacarandas que palpé el pasado septiembre quedan ya como callado consuelo cada que vez que me urja verlas. La vez pasada las vi como una resurrección en pleno otoño, pero los que saben informan que ahora la temprana aparición de las jacarandas en México aunque embellecen las olas heladas del viento y vuelven moradas las avenidas con su tiradero de pétalos en pleno enero se debe científicamente probable a que el calentamiento global y en particular el sueño o suelo del Valle de Anáhuac ha confundido cada tronco y rama de las jacarandas que florecen, desconociendo al invierno con su primavera. Florecen porque las piernas de las jacarandas son troncos ahora enraizados en tierra que se calienta antes de tiempo o a destiempo y las flores lilas se sueltan de sus manos para flotar en su confusión y a veces uno no sabe bien a qué hora o estación es mejor llorar.
Las canas y el paso lento con el que intento seguirle la sombra es no más que la confusión de mi invierno con una primavera del pretérito. En México o en Madrid ha tiempo que florecían mis piernas con una agilidad y velocidad que insinuaban andantes rápidos ma non troppo, como para huir de la embestida de un toro, rematar en el área un balón centrado con temple o seguirle la coreografía a una cabellera al vuelo, pero la vida confirma que uno camina más lento aunque la necia ilusión te eleve hasta la azotea de un edificio inverosímil donde un techo de nubes heladas fabrica el engaño verificable y verídico de que en México han vuelto las jacarandas, lila de lejos para trazar un sendero morado que rompa la inmensa distancia y digerir que la vuelvo a ver con flores blancas en el pelo, pero de lejos como nube lila porque al parecer me vuelvo a parar en el centro del ruedo, allí donde la arena quema las zapatillas y confunde a mis piernas o el corazón con una herida en morado.
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