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Cartas de Cuévano
Columna
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Brazo al hombro

Beckenbauer salta a la cancha impalpable donde vuelve a reunirse con Pelé, Cruyff, Maradona y DiStefano, porque el once ideal de varias generaciones ya solo juega en la memoria o en las nubes

homenaje a Beckenbauer
homenaje a BeckenbauerJorge F. Hernández

Con el brazo derecho al hombro queda la palma de la mano casi exactamente sobre el corazón. Por lo menos, encima del escudo que lleva un gladiador en la camiseta, la remera del futbolista que ―en Copa del Mundo― representa no solo a su país, sino a una cultura entera. Así se queda la imagen de Franz Beckenbauer al sonar el silbatazo con el que inicia su eternidad; no es el pitido final de una vida, si se entiende con lágrimas que Beckenbauer salta a la cancha impalpable donde vuelve a reunirse con Pelé, Cruyff, Maradona y DiStefano, porque el once ideal de varias generaciones ya solo juega en la memoria o en las nubes.

Para quien no lo sepa: la metáfora del brazo al hombro viene de una época en blanco y negro. De blanco y de negro jugaba la Selección Nacional de Alemania en el Mundial de México ‘70. Era la época del pesado balón de cuero, hexágonos negros cosidos a mano sobre una esfera blanca y, a pesar de que el pasto de todas las canchas mexicanas parecía más verde que todos los verdes del mundo, la mayoría de los partidos se proyectaban en televisores en blanco y negro hasta que explotaban con la selva psicodélica de la samba verdeamarela brasilera. Pero hubo un día increíble en que el uniforme blanco y negro de Alemania (en esa época llamada Occidental, contraria a la mal llamada Democrática del Este) se enfrentó en el inmenso coliseo del Estadio Azteca al azul tan azul de la Squadra Azurra italiana.

Italia, Alemania, Brasil e Inglaterra (campeona reinante), no tan alejadas de la grandeza de Perú, Uruguay y un país que entonces se llamaba Checoslovaquia, pusieron en evidencia la ecuménica posibilidad de que todos eran dignos aspirantes a conquistar la Copa Jules Rimet de aquella era. El azar de las semifinales y el crucigrama de los goles que zarandeaban las redes flojas de antaño o de los goles que no fueron (tres de Pelé que se quedaron en sueño: paradón de Gordon Banks a cabezazo contundente, cañonazo de más de media cancha de distancia que pasó rozando un puente de Praga y la gambeta milagrosa con la que hizo bizcos el portero uruguayo Mazurkiewicz) determinaron qué hubo ese día en que la camiseta azul de Italia habría de enfrentarse al blanco y negro de Alemania sobre el interminable prado verde del Estadio Azteca con un árbitro mexicano vestido de negro y con apellido japonés.

Yo esperaba cumplir ocho años de edad. La ilusión de la gloria de una de las mejores selecciones de México se hundió en la Bombonera de Toluca, tierra de chorizo con cuatro peperonis italianos enfundados en la camiseta azul pegada al torso como si fueran actores de Cinecittá y Brasil parecía bailar el jarabe tapatío con sombrero carioca de charro cuando el tiempo reglamentario y los tiempos extras alargaron en el Estadio Azteca lo que desde ese momento se congelaba como “El partido del siglo” entre Italia y Alemania.

Ese juego fue un ejemplo del ir y venir, del vaivén, del ida y vuelta que polariza a la masa en la grada o, bien, equilibra el regusto del verdadero aficionado que degusta en equilibrio una coreografía impredecible donde cualquiera de los dos equipos merece ovación y absoluto respeto con asombro: allá Boninsegna y la calva de Uwe Seller, las medias al tobillo del travieso Gerd Müller y la caballerosidad de Gianni Riva… el balón que parecía rodar al ritmo de la rotación de la Tierra y el césped alto o pasto largo y verde como manto de billar… los sombreros de paja en las plateas y el inmenso monstruo rugiendo en oleajes mucho antes de la invención de la Ola en ese mismo estadio en otro Mundial de México.

De pronto, un guerrero sale lesionado y el mundo entero lo observa volver a la cancha con el hombro dislocado, vendado el brazo derecho para que su mano se pose sobre el escudo futbolero de Alemania, un país que en dos décadas parecía alzarse de la vergonzosa culpa de los horrores de una guerra sin precedentes, del polvo de sus ciudades devastadas y de las sombras más negras del blanco y negro de una inmensa mentira que pretendía engañar durante mil años enteros a la humanidad. El país equivocadamente hipnotizado con el brazo derecho extendido pasaba a ser dignamente representado por un joven que seguía en lucha y hacia adelante, pero con el mismo brazo pegado al pecho.

La mano en el corazón y el joven de pelo rizado salía imbatido a la cancha donde acababan de lesionarlo y en la saliva teutona parecían pronunciarse raras palabras dulces en ese idioma que solo parecía ladrar en las películas y había ecos pastorales de Beethoven en el paisaje apacible de la cancha, como Pastoral para Elisa, la romántica, y las dulces aguas del torrente del río que pasan al lado de una catedral gótica donde guardan en urna de oro los restos de los Reyes Magos y la espuma de la cerveza como adorno de flores en pantalones cortos de cuero curtido y camisas bustonas de trenzas rubias, y los bosques de los cuentos y la obra entera de Goethe y Franz Beckenbauer con la mano sobre el corazón repartiendo juego como quien lanza los dados de la gloria… en la derrota final contra la azul Italia que de allí se enfiló a jugar la Final contra Brasil.

Cuatro años después de perder contra Italia, el capitán Beckenbauer alzó la nueva Copa del Mundo en su tierra natal y así siguió Beckenbauer como Káiser del Bayern Münich, luego jugador de Cosmos de Nueva York que giraba en torno a Pelé, de más de mil goles a punto de despedirse del juego, no sin antes intentar imponer la popularidad de un deporte que se juega de la cintura para abajo, con los pies y ―salvo porteros― prohibidas las manos en The United States of America, tan de deportes de torso, brazo y manos.

Beckenbauer, de funcionario y directivo, con trajes inmaculados y con canas en los rizos de siempre, de entrenador con gafas de piloto aviador y en el centro de polémicas financieras, no dejó de ser siempre el ejemplo de empeño y tenacidad del joven con un brazo atado por vendajes; el número 5 de una época ya casi olvidada donde los números marcaban una posición en la cancha que él mismo transformó como libero total, el caballero de la zona defensiva que campeaba por todo lo largo y ancho de prados verdes o nevados con la elegantísima trigonometría de filtrar balones al espacio, cortar vectores y tangentes con precisos recortes y barridas, o bien la velocidad de quien parece correr mejor que nadie con la vista alzada, con la mirada en el horizonte más prometedor del Universo, allí donde el nido se envuelve en una red anudada por el tiempo, y el silencio absoluto estalla en alarido como llamado a Thor, y todo, absolutamente todo, se queda como espejismo en la neblina en blanco y negro donde un niño no aplaude, aunque saluda de pie al ídolo con la mano derecha sobre el corazón.

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