Tres José Agustín y un gracias
Era, es, a pesar de su fallecimiento hoy, un autor para la vida, no para una etapa de esta


Veinte años —en efecto— no eran nada. La Tumba (1964) y De Perfil (1966) fueron devorados por mi generación dos décadas después de su publicación como si fueran el diario de la mañana. José Agustín era la onda, aunque él odiara el término que le encasquetó Margo Glantz.
Sus personajes, sus miedos, sus alucines, su actualidad. Por su edad podría haber sido el padre de varios de nosotros, pero nel, él no era un ruco, él era cualquiera de nosotros, uno como nosotros, era nosotros aunque solo sus letras y uno estuvieran en el juego de espejos que suponía leer sus libros.
No era, por supuesto, un autor juvenil, un escritor para jóvenes. Era, es, a pesar de su fallecimiento hoy martes, en Cuautla, un autor grande desde el primero de sus libros, uno que se desparramaría al teatro, al cine, a los diarios. Un autor para la vida, no para una etapa de esta.
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Mi siguiente José Agustín tuvo, de nuevo, esa capacidad electrizante de describirte aunque, como se dice hoy, él ni te topara. Al desmadre de la juventud le empiezan a caer encima las losas de una vida adulta que antes de que repares se encarga de demostrarte cuán extraviado estás.
En un tiempo, Ciudades Desiertas fue el libro que más regalaba. Y uno de los que más injusto me parecía que no estuviera siempre en la mesa de best sellers. Yo leí una versión de Grijalbo de este volumen editado originalmente en 1982. Otra vez él sabía lo que es la vida, ahora vida adulta.
Cuando se hizo del libro, con Gael García en el protagónico, una película, tuve ese temor que se experimenta cuando sabes que algo tuyo muy, muy bueno puede ser catastróficamente manipulado. iTunes me sigue recordando que está en mi catálogo. José Agustín no desmereció en ese paso al cine.
Vivir era esa confusión que tan bien describía veinte años después de sus obras iniciáticas. Esa cosa individual hecha bolas. Diferencias culturales, nostalgias y la dificultad para entender al otro. Y, desde luego, la demoniaca vida amorosa. Gracias, de nuevo, por el mapa de Ciudades Desiertas.
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Años después, cuando uno ya daba por sentado que José Agustín se había convertido en lo que fue desde el principio, un canon, referente de una manera de ser escritor y de influir en México, descubrí con harto gusto su Tragicomedia Mexicana 1, 2, 3.
Esos volúmenes han sobrevivido más mudanzas que obras más famosas o de historiadores reputados. Sin duda por su estilo, pero —justo es decir—, también porque no creo poder apreciarlas independientemente del otro José Agustín. Cariño, pues, por extensión al autor con el que uno lleva tanto.
Estas líneas no tienen la ambición de repasar la obra del acapulqueño, ni reseñar su enorme y totalmente única importancia cultural en la segunda mitad del XX y en el arranque del XXI. A veces, cuando se muere alguien uno no sabe qué decir. En otras, conoce exactamente lo que hay que expresar.
Cuando hace días se supo que él se despedía, con la alocución: “Mi trabajo aquí va terminando”, en mi fuero interno pedí que el tránsito entre mundos le fuera leve. Igualmente, sin decirle a nadie, le contradije.
Hay tanto José Agustín —no solo los tres que en cosa de minutos evoqué aquí— que uno sabe qué decir: gracias, muchas y enormes, maestro; y qué envidia por todos aquellos lectores que pronto descubrirán que su trabajo no ha terminado, por esas legiones que se descubrirán leyendo a José Agustín.
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