Que nunca se nos haga tarde, José Agustín
El corpus de su voluminosa obra es una apasionada defensa del principio del placer. Un desafío a las convenciones. Dialoga con lo anormal. Se convirtió por derecho propio y sin proponérselo en un gurú
A mi manera de ver no hay un escritor mexicano más influyente que José Agustín, para las generaciones mexicanas de los años sesenta en adelante. Y si voy más lejos, su obra abundante hizo más por la sociedad mexicana y la juventud de mi generación que cualquier programa gubernamental de los últimos sexenios a partir de que el escritor publica su novela De perfil, en 1966. Iconoclasta, rebelde y rockero hasta la médula abrió un boquete a las convenciones literarias mexicanas contaminadas de institucionalismo. Siendo casi un adolescente, José Agustín fusionó contracultura, las altas letras y un existencialismo transgresor que era indispensable para oponernos al yugo del priismo. El escritor atravesó períodos sociales marcados por la represión oficial contra los movimientos juveniles: el 68 de Tlatelolco, Avándaro y “el halconazo” entre otros muchos. Su obra impulsó el paulatino proceso de democratización que hoy en día parece normal y justo. José Agustín, entre otros artistas y escritores iconoclastas, fue el más conspicuo sentando precedentes para la libertad de expresión y resignificar el papel del poeta en los espacios públicos, tal y como lo haría antes que él, su admirado José Revueltas, a quien José Agustín conoció por un corto tiempo en la estancia de ambos en Lecumberri. Activistas desde la política y la despenalización de las drogas, uno y otro.
En una época donde ser joven era sinónimo de delincuente, en México teníamos a unos cuantos personajes que se oponían al abuso y la censura a través de la literatura, las artes y la música, sobre todo el rock con su fuerte carga libertaria. Nos daban tregua a la represiva vida social y cultural.
Se está haciendo tarde (final en laguna) publicada hace cincuenta años, novela mayor de las letras mexicanas de la segunda mitad del siglo XX, es muy probablemente, la expresión más preclara de una juventud que quería contonearse y gritar. Fue más allá de la experimentación formal para darle forma y fondo a un universo juvenil, hedonista y delirante tal y como lo planteo en Las puertas de la percepción, Aldus Huxley, El Lobo estepario de Herman Hesse y los beat, sobre todo Burroughs, Ginsberg y Kerouac, a quienes José Agustín leyó a los quince años. Oído, irreverencia y espiritualismo trágico sustanciado por las drogas como instrumento para alcanzar la epifanía. El “acapulcazo” común al clasemediero chilango cambió de connotación y sentido. Con esa novela quevediana, José Agustín maduró una propuesta experimental de literatura y excesos. En ese on the road lo acompañaron durante un tiempo Gustavo Sainz (Gazapo, 1965) pero sobre todo, otros dos escritores con su propia leyenda trágica: José Luis Benítez el Búker (breve obra dispersa en relato y periodismo) y Parménides García Saldaña (Pasto verde, 1968), ambos con vidas cortas entregadas a los excesos dionisiacos. Los cuatro, etiquetados como escritores de La Onda. Es decir, jovenzuelos reventados que hacían sus pininos como escritores con un caló urbano extraído de los bajos fondos y la contracultura rockera. Vale decir que esa etiqueta me parece un tanto despectiva en su momento, a falta de referencias de otras literaturas, concretamente la estadounidense y su tradición de escritores outsiders. En todo caso, La Onda sería un engendro visionario pop que sacudió a la alta cultura mexicana (pacata, jerárquica y más solemne que Suave Patria).
José Agustín es un punto de quiebre entre la tradición literaria mexicana (Juan José Arreola fue su mentor) y otra, ya consolidada hoy en día, con un regimiento de escritores y artistas identificados con la contracultura y lo underground. José Agustín se convirtió por derecho propio y sin proponérselo en un gurú. De hecho, se reía de su abolengo como el padre de la contracultura mexicana. Acabó, sin pretenderlo, con muchos prejuicios alrededor del deber ser escritor, la forma y el fondo. Los temas, el uso del lenguaje, la actitud vital y la constante de la libertad bajo las premisas de las experiencias llevadas a los límites. Nos enseñó a buscar el arte sin la mediación del intelecto. Escribir y que fluyan las palabras, la vida. Al igual que yo mismo lo aprendería de los beat y de algunos otros escritores y músicos desenfrenados. José Agustín nos propuso explorar en nuestra ansia de experiencias trascendentales: el alcohol, las drogas, el sensualismo y el poder del autoconocimiento a través de la irresponsabilidad creativa. Rebeldes con causa. El corpus de su voluminosa obra es una apasionada defensa del principio del placer. Un desafío a las convenciones. Dialoga con lo anormal.
En su testimonio autobiográfico “Mis viajes por la contracultura”, en la compilación de Carlos Martínez Rentería La cresta de la ola; José Agustín confirma que la de la contracultura siempre ha sido una de sus casas preferidas. Esa casa, hoy enorme y consolidada en su dispersión, está hecha de una obra que trasciende al entretenimiento o al análisis académico. Tiene una importancia colectiva. La sustancia de la individualidad que propone su obra es hasta hoy puesta a prueba por un país aterrado tras su apariencia lisonjera.
José Agustín es el irremplazable anfitrión de esa casa luminosa donde nos recibe para siempre, dispuesto a que aprendamos de su osadía y compromiso con la literatura.
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