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Estar sin Estar
Columna
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La Uva

Despido este año, no sin profunda nostalgia, con la inmensa gratitud de que no ha de volver jamás

Jorge F Hernández
Jorge F. Hernández

Contra todo maleficio y para no errar en la cábala deseo recibir el año 24 con una sola uva, masticada en el instante en que resuene la última campanada del año 23 que despido –no sin profunda nostalgia- con la inmensa gratitud de que no ha de volver jamás.

Va la uva por mis hijos y la hermosa música con la que iluminan al mundo y la misma uva blanca, verdosa de esperanza, va por los cardiólogos que restañaron el ventrículo más herido de mi corazón, reseteándolo a su debido ritmo y, por lo visto, irrompible aunque el azar lo magulló inesperadamente al filo de la uva.

Mastico entonces la uva por todas las promesas que se me rompieron en las manos, las palabras que parecían verdades inapelables convertidas en lánguidas mentiras huecas y saboreo no sin tristeza pero sin ápice de rencor las decepciones inmerecidas, el engreimiento silente y la adrenalinita del postureo empoderado; las mentiras de políticos y pares, los abusos callados de los tiranuelos y sátrapas, los despistes imperdonables que no son meros lapsos de atención y mastico la uva por todos los desaparecidos de este año y los muertos de cada uno de los días en cada una de las guerras que se esfuman en la memoria.

Venga la uva solitaria por todos los niños que han de aprender a leer en los próximos meses y las niñas que cuajan el dibujo de un elefante sin haberlo visto jamás porque de ellos será el reino del futuro, allende la tiniebla de los virus y falsedades, la desidia tan adulta y el destino impredecible. Venga la uva por los ancianos que se toman de la mano, incluso cuando ya sólo queda un solo puño arrugado para sus dedos alunarados y por las parejas que sí logran ser eternas y por los enfermos de memoria que han logrado olvidar todas las desgracias para habitar serenamente un bosque entrañable donde parece que vuelven a caminar por el sendero donde aprendieron todas las palabras que nombran a las personas, a todas las cosas y al sabor de la mandarina.

Va la uva por el recuerdo intacto del chocolate y el sabor de la miel con medio limón amarillo, las muñequitas de tela y los aretes de Oaxaca que son de la Luna. Va la uva por los enamorados que habitan por una sola madrugada las sábanas almidonadas de un palacio y por todos los senderos del parque de El Retiro en Madrid que desembocan en la Puerta de Alcalá, tanto como el sabor de la uva que llueve sobre Coyoacán para recordar a las jacarandas y bugambilias que llueven por las tardes de marzo para recordarnos que las calles son moradas. Va la uva por la morada que se perdió, la enamorada que mintió y el demorado que volvió de un viaje sin razón.

Va la uva por la señora que camina lentamente al mercado y el quesero que le regala un cuarto de manjar; por el abyecto panadero que destila odio por falta de levadura humana y por el solitario viejo gruñón que mantiene su desvarío con una nebulosa constante del nivel etílico. Va la uva por el gigante que lee cinco horas al día para sumar un libro al día en la biblioteca invaluable de su alma buena. Va la uva por la joven que evade el tedio de su trabajo con la evasión infalible de una novela en tina y papel, pero también la misma uva para quien recurre a la pantalla para volver a leer la maravillosa aventura de una venganza entre espadachines.

Va la uva por todos los heroicos eslabones de la lectura: editores y diseñadores, correctores y libreros que se queman las pestañas para que no haya un solo lector sin receta surtida o respuesta instantánea a los síntomas que aquejan su antojo de ensayo o cuento corto. Va la uva por las plumas que vuelan en prosa y en verso, las que se han vuelto indispensables y los anónimos, incluso aún inéditos. Va la uva por el joven que en pocos días de un año nuevo publicará su primer libro y por genio musical que ayer mismo cuajó una canción incomparable para que se vuelva pegajosa como la misma piel de la uva con la que pretendo recibir el año 2024 y abrazar a los abrazables fantasmas que se me aparecen en las madrugadas, las voces de un pasado en blanco y negro y los rostros a colores de tanto afecto que decidió desaparecer. Recibo con la uva a los desconocidos que en el transcurso de otro año han de presentarse para abono y sonrisa de una vida que sigue rodando a pesar de la helada inmovilidad del desamparo y el frío desencanto sin guantes con el que pretende pararme las manos la nubecilla negra que se disipa entre dientes con el suave sabor de la única uva, la que sabe a tiempo.

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