Jalife, Clouthier y la deconstrucción de la ofensa
La acción penal contra el comentarista por las injurias a la exsecretaria de Economía añade un nuevo capítulo a una discusión eterna: ¿Cuál es el límite del insulto y cómo se debe castigar?
Es difícil defender lo indefendible, aunque todo depende de las consecuencias. El caso de Alfredo Jalife actualiza una discusión centenaria. ¿Cuál es el límite de la ofensa, de la libertad de expresión? Sus insultos el año pasado a la exsecretaria de Economía, Tatiana Clouthier, a cuenta de las reservas mexicanas de litio y sus presuntas intenciones con ellas, activaron la maquinaria judicial. Clouthier denunció y la Fiscalía de Nuevo León, Estado donde la calumnia y la difamación aún existen como delitos, pidió la detención del comentarista, que se hizo efectiva este miércoles.
Jalife pasó unas horas detenido, a la espera del juzgado. En la madrugada, el juez lo procesó, pero permitió que lleve su proceso en libertad. No ha dicho nada Jalife tras su salida. Lo ha hecho por él el presidente, Andrés Manuel López Obrador, máximo exponente de la libertad de expresión en el país: cada mañana, el mandatario despacha tres horas de opiniones y comentarios, seguidas con avidez por nosotros, los medios. El mandatario ha dicho este jueves que se trata de un tema que “nos atañe, porque tenemos que garantizar la libre manifestación de las ideas”.
Jalife y López Obrador son viejos conocidos. De ahí que el mandatario abriese la lata del constitucionalismo y no la del vituperio contra el fantasma conservador. “Puede haber excesos, pero no debe de limitarse la libertad”, ha añadido. “Podemos no estar de acuerdo con lo que se expresa, pero debemos de garantizar el derecho a manifestarnos libremente”, ha zanjado. ¿Qué habría dicho López Obrador si el ofensor fuera un anguloso cuadro del PAN? La respuesta, en su universo paralelo favorito.
Las palabras de Jalife contra Clouthier difícilmente alcanzan los picos retóricos de su amplio catálogo de ofensas. Entre julio y octubre del año pasado, le dedicó unos cuantos adjetivos en mensajes publicados en su cuenta de Twitter -ahora Equis-, entre ellos “locuaz”, “inepta”, o “antimexicana”. Todo porque Jalife asumía que Clouthier iba a entregar la explotación de las reservas de litio del norte de México a la “plutocracia regia”. En otro mensaje, Jalife se refirió a la familia de Clouthier como “PANazis”, por su adscripción al partido conservador Acción Nacional.
No le fue mal a Clouthier, comparado con los calificativos que Jalife ha dedicado a colegas de la Cuarta Transformación, caso por ejemplo de Gerardo Fernández Noroña, excandidato de Morena a la candidatura presidencial. Hace unos meses, el comentarista dijo que Noroña era un “porno onanista”. Jalife no explicó a qué se refería exactamente, pero Noroña contestó muy molesto, diciendo que era “inaceptable”. De cualquier manera, descartó demandar al comentarista.
El caso Jalife actualiza una de las grandes broncas del sexenio, que apunta al tamaño de la cintura del Gobierno y sus aliados, su anchura y flexibilidad para la crítica. Hace unas semanas fue noticia el caso de la diputada federal Andrea Chávez, que logró que el Instituto Nacional Electoral sancionara a la analista Denisse Dresser, por violencia política de género. Dresser había criticado a Chávez por el presunto uso irregular de un avión oficial, en compañía de su familia, y del exsecretario de Gobernación, Adán Augusto López. Dresser dijo que “no es solo un tema de tener una novia en la campaña...” y “es un tema de faldas”, en referencia al rumor de la relación que mantenían Chávez y López.
La sanción a Dresser era casi lo de menos. Chávez había dado su beneplácito a una denuncia ciudadana, que apuntaba a periodistas que habían publicado o retuiteado notas sobre el affaire del avión oficial. Luego Chávez se desistió, pero el proceso había dejado huella, el rastro del miedo. ¿Los periodistas somos denunciables por consignar discusiones, posibles corruptelas, vínculos entre funcionarios?
Ya hace años que las calumnias dejaron de ser un delito a nivel federal. Cuestiones de esa índole deben resolverse ahora en el ámbito civil, cosa que ocurre en la mayoría de los estados, no así en Nuevo León. Pero no se trata de demonizar al estado norteño. Faltaría más. A principios de año, el Congreso federal preparó una iniciativa de ley para endurecer las multas por los delitos de imprenta, esto es, por escribir expresiones injuriosas contra autoridades.
Es la lógica del escondite. López Obrador sale a defender la libertad de expresión, pero, si se concreta, el endurecimiento de las multas por injuriar al mandatario en la prensa apunta una inercia contraria. Al final, quizá, se trata de deconstruir el insulto, pensar en la ofensa como un ente político, totalmente subjetivo, condenable en función del que la emite y la recibe. En la era de la posverdad, no podría ser de otra forma.
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