López Obrador en la historia
López Obrador ha logrado escapar a sus críticos al hacer del presente pasado o futuro, al pasado presente o futuro, o al futuro presente o pasado
A poco más de cuatro años del inicio de su periodo presidencial, es posible hacer un balance del actuar de Andrés Manuel López Obrador desde una perspectiva histórica. No me refiero a si sus actos y omisiones tienen una dimensión que permita considerarlos de gran importancia. A que hayan entrado ya a eso que, con mayúsculas, suele denominarse “La Historia”. Me refiero a otra cosa. A la posibilidad de atender desde ahora tanto a unos como a otros, por el efecto y el alcance que pueden tener si los vemos más allá de su inmediatismo. Dicho de otra manera, a que tratemos de establecer la posible dimensión de lo que el presidente de la República está haciendo no solo en el día a día, sino por lo que pueden significar en un plazo más largo.
El cambio de ángulo que yo planteo permite romper el juego temporal en el que hábilmente el presidente López Obrador nos tiene atrapados. Aun cuando se trata de dos momentos lógicamente distintos, su intercambiabilidad dificulta apreciarlos y enfrentarlos racionalmente. El primer momento de la narrativa de López Obrador es en el que ha logrado colocarse como el motor de continuidad de la historia nacional. Como el sujeto que está haciendo posible la consolidación de una nueva y venturosa etapa de la dialéctica nacional expresada, hasta ahora, en la independencia, la reforma y la revolución. El poder del mito del que ha echado mano y la generalidad de sus componentes, le ha permitido unir su imagen personal a la de quienes encarnan alguno de esos momentos previos. Ha logrado construir una representación en la que, por estar junto con quienes ya alcanzaron algo, él mismo ha logrado ya también algo de, al menos, las mismas proporciones. En la epopeya nacional obradorista, las imágenes de Hidalgo, Juárez o Madero son la manera de querernos decir que él está en la misma dimensión y con los mismos méritos. Los magnos cuadros se imponen aquí. Héroes, grandes narraciones, momentos estelares que nos convocan a todos gracias a la presencia de Miguel, Benito, Francisco I. y Andrés Manuel.
El segundo momento de la narrativa presidencial es totalmente diferente. Amparado en el gran telón de la historia nacional —la que acabo de mencionar—, López Obrador se pierde en una sucesión de pequeñísimos detalles expresados a diario en sus conferencias mañaneras. Que si el periódico o el periodista “X” o “Y” dijo o dejó de decir; que si el intelectual o el empresario tal o cual no lo apoyó o está vinculado con la oligarquía o si es instrumento de un cierto grupo de poder; que si en las redes sociales se dijo o dejó de decirse, entre muchas otras e igualmente fútiles variedades de lo mismo.
Cuando al Presidente se le reclama su alejamiento de los grandes marcos históricos, acude al discurso de las minucias; cuando se le reclama la intrascendencia de sus pequeñeces, se coloca en la grandiosidad de las trayectorias centenarias. El ajuste que realiza dificulta la crítica ante la complejidad de darle colocación. López Obrador ha logrado escapar a sus críticos al hacer del presente pasado o futuro, al pasado presente o futuro, o al futuro presente o pasado. La combinación entre el magno horizonte de la vida nacional que él guía y la pequeñez de los detalles cotidianos que dice controlar, le permiten mantener su estrategia escapista.
¿Qué sucedería si consideramos los actos presidenciales de un modo distinto? ¿Si atendemos a sus efectos históricos? A un campo que, por una parte, no es la gran historia nacional que como ideología se nos quiere imponer y que, por otra, tampoco es la particularidad cotidiana de lo que el presidente nos dice que es. Un campo en el que desde algunos elementos presentes, podamos dimensionar lo que está sucediendo a partir de lo que previsiblemente podría suceder. Me explico con un ejemplo.
En días pasados se dio a conocer dentro del paquete Guacamaya, las pocas horas que el presidente dedica diariamente a trabajar más allá de la preparación y desarrollo de sus charlas mañaneras. Si este asunto lo analizamos desde la perspectiva de la grandilocuencia histórica, terminará siendo un mero apéndice a las posibilidades constructivas del gran líder, necesariamente en comparación con lo que en su momento realizaron Cárdenas o Morelos. Una imposibilidad empíricamente inútil y desdeñable. Si al acontecimiento lo contemplamos como estricta cotidianeidad, se producirá un desplazamiento de la verborrea del día a día, a la pretensión de exhaustividad de quien comienza a trabajar desde las cuatro de la mañana.
Si el asunto de mi sencillo ejemplo se considera, por el contrario, en función de lo que puede significar en la trayectoria presidencial del propio López Obrador, las cosas cambian de signo. ¿Qué significa que él, en su carácter de jefe de Estado y jefe de Gobierno de un país federal, dedique a trabajar solo unas cuantas horas? ¿Qué conlleva que su actuar al frente de ambas responsabilidades se constriña a la “preparación” y ejecución de las sesiones mañaneras? Las primeras respuestas son evidentes. Descuido, desatención y abandono. Las que desde ahí pueden formularse como segunda aproximación, son más interesantes y reveladoras. Si el presidente no está interesado en gobernar, ¿en qué sí está interesado? ¿Qué hace con el poder que tiene al no utilizarlo para instruir a sus subordinados o construir frente a sus opositores? ¿Para qué o en qué ocupa el enorme poder que tiene?
Al rasgar el velo que pretende cubrir la grandiosidad secular y la nimiedad cotidiana mediante una perspectiva con cierta historicidad, queda revelado el uso del poder presidencial por parte de López Obrador. Si no es para hacer uso de la administración para resolver problemas; si no es para elevar las condiciones de vida, debe ser para otra cosa. ¿Es acaso para mantener el poder mismo en sus manos, o lo es para satisfacer alguna condición psicológica? La salida de la dualidad general-particular y de los escapes de uno a otro de estos elementos, permite formularse preguntas sobre el ejercicio del poder. Desde ahí, más interesante e importante, resulta construir las bases para responderlas sin la bruma ideológica con que se pretende cubrirnos. A López Obrador hay que ponerlo frente a la historia. No esa de la que él habla, sino en la que todos vivimos, disfrutamos y padecemos.
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