Democracia sin pirinola
Cabe preguntarse si la única alternativa a los acuerdos mafiosos entre las élites reside en los gritos y sombrerazos de la polarización
Discutir a tumba abierta, polarizar y criticar al adversario es reprobable e insano para la vida política; por el contrario, todo lo que sea negociación, sentarse a dialogar y llegar a acuerdos es bueno para la democracia, ¿cierto? No, no necesariamente o no en todos los casos al menos. Hace unos días Andrés Manuel López Obrador recordaba los tiempos en que se hacía pasar como ejemplo de civilidad parlamentaria las avenencias entre las cúpulas de las fracciones partidistas en el Congreso. “Apóyame en esa votación y libero recursos para tus gobernadores”, “Tres consejeros ciudadanos para mí, dos para ti y la presidencia del Comité de Competencia para tu candidato”.
Durante años la construcción del edificio “democrático” en nuestro país estuvo basado en ese tipo de acuerdos. Una simulación en los dos sentidos: prácticas políticas que parecían fruto de la modernidad y la civilidad y que eran poco menos que acuerdos mafiosos, por un lado; e instituciones de rendición de cuentas, de competencia y equilibrio que parecían constreñir el poder de las élites políticas en beneficio de una mayor participación de la sociedad civil, pero permitían legitimar al sistema.
Lo primero, los acuerdos mafiosos, por más diálogo que requieran no se traducían en un beneficio para el interés público, más bien justo lo contrario. Lo segundo, la fundación de instituciones presididas por personeros de la élite, ofrecían una impresionante fachada democrática pero con escaso resultado para las grandes mayorías del país.
Lo cierto es que todo este periodo de tersura política, ausencia de actos autoritarios, versiones públicas y arreglos privados, aparente fragmentación del poder en multitud de organismos, etcétera, coincidió con la época de mayor rapiña de la administración pública en la historia moderna de México y uno de los más dañinos en materia de desigualdad social. La sociedad de mercado, particularmente cuando opera con tales distorsiones, no necesita ser autoritaria para reproducir el poder de las élites y garantizar sus privilegios.
La falsa democracia no requiere de manotazos ni actos represivos para blindar la desigualdad en favor de unos y en detrimento de otros. Basta con la “mano invisible del mercado”, oportunamente presionada con los estímulos adecuados, para que determinados sectores sociales, regiones geográficas y ramas económicas prosperen mientras otras empeoran o se estancan. Las élites no percibieron a tiempo, aún no lo hacen del todo, que en el lado perdedor se quedaron las mayorías y estas decidieron un cambio a partir de la elección de 2018.
Dicho lo anterior, cabría preguntarse si la única alternativa a todos estos amables y tersos acuerdos mafiosos entre las élites reside en los gritos y sombrerazos de la polarización. López Obrador está convencido de que no hay otra vía que el flagelo público, la presión social y el uso de todos los recursos jurídicos y políticos del Estado y de Morena, su movimiento, siempre y cuando sean pacíficos. La oposición y los críticos verán en toda iniciativa de gobierno encaminada a enderezar “la mano invisible” un acto autoritario; AMLO lo considerará una acción encaminada a restablecer equilibrios y reparar una anomalía o una simulación.
Coincido en gran medida con el diagnóstico del presidente, pero no estoy seguro de que la alternativa de la polarización beligerante sea la mejor alternativa a los arreglos mafiosos en lo oscurito. La aprobación del presupuesto en el Congreso hace unas semanas lo ilustra. Antes habría resultado de una serie de acuerdos tras bambalinas, muchos de ellos impublicables; ahora en cambio fue producto de la confrontación pública y transparente de dos visiones abiertas de país. Mejor, ¿no? Ni tanto.
La confrontación se resolvió con la imposición de la mayoría, de una manera tal que los puntos de vista de las minorías no fueron incorporados ni siquiera en una coma (instrucción puntual atribuida al presidente). Para efectos democráticos los dos procedimientos, el de antes y el de ahora, resultan muy poco edificantes (al margen de las bondades o inconvenientes del presupuesto resultante, que ameritaría otra discusión). La celebrable consigna de “no negociar en lo oscurito” fue sustituida por la preocupante de “no negociar en lo absoluto”.
La simulación de actos públicos destinados a legitimar inconfesables acuerdos privados no debería ser ahora reemplazada por otro tipo de simulación: aquella que pretende sentarse a negociar y dialogar sabiendo que el resultado final está decidido de antemano sin la menor intención de considerar a los puntos de vista de la contraparte. Trátese de la comparecencia de un miembro del gabinete en el Senado, la discusión de un proyecto de ley o la supuesta negociación con los estudiantes y profesores del CIDE.
El problema de la polarización hostil y descalificadora que sataniza de tal manera a los que piensan diferente, es que hace legítimo ignorar sus argumentos: peor aún, incorporarlos constituye una especie de traición a la causa. Me parece que ha sido muy provechosa la utilización que AMLO ha hecho de sus Mañaneras para exhibir excesos, detener golpes o provocar la discusión de temas que urgían ser debatidos. Puedo no estar de acuerdo con todas sus apreciaciones sobre la UNAM y otras universidades, el INE y tantas instituciones que han sido duramente encaradas desde el micrófono matutino, pero no es del todo equivocado sostener que también había que ventilarlas.
No obstante, tendrían que ser debates encaminados a mejorar tales instituciones no a ponerlas en riesgo. Una vez señalados los problemas habría que construir puentes y no dinamitarlos. El espacio que tiene la directora de Conacyt para negociar los reclamos de la comunidad del CIDE, escucharlos y llegar a posiciones mutuamente conciliadoras, queda muy limitado cuando desde Palacio Nacional ya se ha calificado a tales inconformidades como intentos perversos para mantener privilegios y orientaciones teóricas inadmisibles.
En suma, creo que López Obrador tiene razón cuando afirma que no debemos temer a la discusión pública de nuestros problemas y diferencias. Es mejor eso que pretender que todo está bien en instituciones a las que les debemos mucho, es cierto, pero que tampoco fueron ajenas a un modelo económico y político que generó tal descontento. Cuestionamos a los gobiernos del PRI y el PAN, pero pretendemos que las instituciones de las que se hicieron acompañar son sacrosantas y no pueden ser cuestionadas. El reto es cómo hacerlo sin devastarlas, sin avasallarlas, sin dejar de escucharlas. Muchas de estas instituciones fueron fundadas por la presión de la sociedad en su conjunto y a contrapelo de los deseos de la clase política. Que los políticos hayan logrado neutralizar o matizar los alcances de estas instituciones, al menos en parte, no significa que no sean indispensables para construir una sociedad más justa.
Sanear la conversación pública, como lo propone AMLO, tendría que pasar no solo por ventilar los problemas sino también por la posibilidad de construir convivencias pese a ello. Pero eso implica dejar atrás el mandato de la pirinola, aquel juego infantil que exigía que el vencedor tomara todo.
@jorgezepedap
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