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Estar sin Estar
Columna
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Ortotipografía de Sintáxis Urbana

Prosa incidental, las horas se suman en espera de otro confinamiento donde abunden las comillas para citar fuentes verificables o bien, paréntesis como chismes de filfas

Una ilustración de Jorge F. Hernández.
Una ilustración de Jorge F. Hernández.

Esa que va por allá es una interrogante, hija de unos puntos suspensivos que se mudaron de Valladolid a Morelia en siglo pasado. Sin saberlo, se cruza en la esquina con un silencioso signo de admiración que se mitiga a sí mismo para no traducirse como exclamación. Entre ambos han signado el párrafo pasajero de una página cotidiana en un Madrid deshabitado, sin turistas (por ende, sin itálicas ni cursivas) donde la vida se lee con un Sol quemante llamado Lorenzo en espera de que la Luna confirme que se llama Catalina.

Prosa incidental, las horas se suman en espera de otro confinamiento donde abunden las comillas para citar fuentes verificables o bien, paréntesis como chismes de filfas (hoy llamadas “fake news”) que conoció incluso Galdós hace un siglo cuando también anduvieron de cubrebocas los signos ortográficos. Hoy van de guiones largos los paladines del conservadurismo casposo y se rompen en puntos y seguidos los progres desmelenados que incluso piden la abolición de los acentos. Aparece entonces el prosódico pedante que pide parlamentos para pontificar y la coma comilona que condena toda cadencia y el abecedario como boticario, el silabario destapado y desatado y una larga fila de sinónimos que han de enfrentarse con los aguerridos antónimos en un callejón sin salida.

Prosodia se pasea por el parque del Retiro y al atardecer, abre las páginas de una novela que reúne crónicas y versos sueltos, entremezclados con raros ensayos que van hilando el relato enrevesado de esta nueva normalidad que no es más que una realidad aumentada donde las palabras tienen sonido e imagen, las personas como personajes y las vidas como tramas donde esperamos desenlaces de esperanza e ilusión, a pesar de que las circunstancias apunten al terror u horror, quizá pasando por una de vaqueros y otra de romanos. Prosodia se conforma con un puñado de versos que aludan al callado atardecer de un Madrid casi deshabitado –entre el verano que se va y el otoño que se anuncia–, incierta sintaxis tan llena de correcciones para evitar las erratas de siempre y conseguir la merecida fluidez de la única conversación que nos une –ahora que no nos podemos tocar: leernos–.

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