Kenosha
Los disparos de un agente contra un hombre negro en Wisconsin desatan una marea de hartazgo en una ciudad que visité para una lectura pública bilingüe
Demencia: un policía (blanco) intenta detener a un hombre (negro), padre de tres niños (entre 3 y 11 años de edad) que se vuelven testigos de 8 (ocho) disparos que le propina el gendarme a la espalda de su padre. El detenido se encuentra esposado a los barrotes de una cama de hospital, mientras que la irracionalidad de su supuesto delito y detención desató que toda la ciudad de Kenosha en el Estado de Wisconsin (U.S.A.) saliera a las calles en protesta de hartazgo y reclamo verbal de una justicia que se viene dilatando desde hace décadas.
Más demencia: durante las marchas nocturnas en protesta por el delirante hecho de ocho balazos, a un puñado de milicianos fascistas se les ocurre salir a las calles (algunos con sus respectivas progenitoras pantagruélicas), armados como si filmaran la enésima entrega de Rambo y disparar a mansalva, dizque en protección de la ley y el orden en perfecta sincronía con el desquiciado discurso y derrotero que ha tomado el presidente Donald J. Trump, enfatizando que en su lucha contra la “anarquía” apuntala la fuerza del odio, el puño de la represión y las botas de un discurso fascista que resucitó hace cuatro años con el lema nacional-socialista de Lindbergh (America First) y que ya no oculta un racismo peligrosamente evidente.
Conocí Kenosha, Wisconsin, en marzo de 2012 con el pretexto de una hermosa antología bilingüe de 20 (veinte) cuentos mexicanos –coeditada por el Fondo de Cultura Económica y el National Endownment for the Arts—titulada Sol, piedra y sombras o Sun, Stone and Shadows. Conocí Kenosha bajo una nevada de toda la semana, blanca y entrañable, hace apenas ocho años que parece un siglo, pues en las lecturas públicas se entremezclaban en paz jóvenes negros y blancos, chicanos y asiáticos, cuando todas las vidas importaban por igual.
Demencia: al tiempo que un padre de familia es detenido, a pesar de los ocho balazos por la espalda, el joven francotirador facha que mató a dos inocenetes transeúntes se paseó incólume (y si ha sido detenido ha sido gracias a los videos que ahora todo mundo carga en el teléfono, misma pantalla que da fe de los enloquecidos niveles de brutalidad policial con la que se acribilló al padre de familia, hoy moribundo mas esposado).
En Kenosha se leyeron en voz alta los cuentos de Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Salvador Elizondo, Rosario Castellanos, Elena Garro… en total veinte grandes autores de la primera mitad del siglo XX y se desarmó en más de dos conferencias (y tres talleres en la Mary D. Bradford High School) un prólogo introductorio que pintaba en plena nevada la vigorosa transformación del México revolucionario que pasó de los balazos a la prosa y poesía de inmensa altura… y hoy me duele pensar que quizás dos víctimas de la balacera de ayer hayan sido lectores de esos cuentos y que el demente fascistoide hay errado a tal grado sus lecturas que pasó de la serenidad a Mi lucha o al amarillo copete que ya no oculta su nefando supremacismo. Hoy me duele recordar ese pueblo apacible a la orilla del agua, que en días claros podía otear el perfil de Chicago a lo lejos y que se unió por una semana en un utópico proyecto de lecturas (The Big Read) patrocinado por el National Endowment for the Arts, institución cultural que sobra mencionar ha sido desdeñada y prácticamente liquidada por la desastrosa Administración del presidente Trump, incapaz de condenar las acciones de los confederados nazis y de los autoritarios racistas, tanto como desinteresado absolutamente por todo lo que huela a libros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.