Caperucita en el metro
Las mujeres en México están a merced de los lobos subterráneos que se despachan en la impunidad
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Son tantas las violencias que sufren las mujeres a diario en México que unas puñaladas erráticas en el metro, quizá de un perturbado, no les parecen tan significativas. Y es perfectamente comprensible cuando una lee lo que ha escrito el compañero Pablo Ferri en este periódico como resultado de sus conversaciones en un paseo por las estaciones del suburbano capitalino. La agresión a cuchillo de aquel hombre, que ha sido ingresado en un psiquiátrico, ocurrió el 19 de noviembre, pero las mujeres prefieren hablar de los otros, de quienes las atacan de continuo porque consideran que los cuerpos femeninos están a su disposición. No están locos, es el patriarcado secular el que es enfermizo y mortal.
Cuentan y no acaban: tocamientos, acosos, huidas y hasta eyaculaciones en la ropa de una muchacha que volvía a casa después del trabajo. El ámbito público sigue siendo el bosque de Caperucita, acechante y oscuro, por más que unos espacios de color rosa separen en el transporte urbano a los hombres de las mujeres para protegerlas de esas repugnantes maneras. Las manifestaciones del 25 de noviembre, día mundial consagrado a la lucha contra la violencia machista, tienen en Latinoamérica una característica propia para el periodista que se acerca a cubrirlas: casi cualquier mujer tiene una historia propia que contar, no marchan en las calles solo por solidaridad y condena, han sido víctimas en carne propia. Los asesinatos y violaciones están a la orden y la luz del día, son la cúspide del maltrato que se alza sobre una pirámide de delitos infames que extienden el miedo, poderosa herramienta para aniquilar la libertad.
El metro de Ciudad de México traslada al año a más de 1.100 millones de viajeros en horas punta apretadas hasta el ahogo. No hay forma de escapar. Los frenazos y apagones ya no sorprenden a nadie, pero solo ellas los sufren, la mitad de la población a merced de los lobos subterráneos que se despachan en la impunidad judicial. Para qué andar denunciando, mejor llegar a casa y darse una buena ducha que espante el infierno hasta el día siguiente.
Violencia es una palabra estrechamente asociada a México, a todas partes, pero México muestras unas estadísticas de terror que tienen un capítulo aparte cuando se trata de mujeres: como promedio, 10 son asesinadas al día. La cifra es una estadística helada, el resto de las agresiones, apenas pasto del olvido. Queda mucho por hacer, se dice siempre, pero siempre se hace poco. En el ámbito educativo se deben enmarcar algunas de las acciones y eso en el transporte público podría empezar por eliminar del hilo sonoro las canciones machistas con que amenizan el viaje mientras alguna mujer estará tratando en ese momento de quitar de su cuerpo unas manos indeseables. Cómo no sentirse libres de vulnerar los cuerpos femeninos, si hasta los cantantes aplauden sus groserías.
México tiene por primera vez una mujer en la presidencia y en ello fundan sus esperanzas de cambio millones de ellas. No es condición suficiente, pero es natural pensar que siendo una de nosotras, se haya criado en el barrio que sea, habrá experimentado alguna vez ese miedo nocturno que grita la inferioridad femenina, la vulneración de derechos y el exterminio de la libertad. Habrá que marchar por las calles cada 25 de noviembre hasta que haya más solidaridad y menos víctimas. Hasta que los ataques en el metro, en el autobús y en la casa procedan de un perturbado y no del capricho del patriarcado, así sea en la periferia más humilde o en el Gobierno de los Estados Unidos.
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