El metro de Ciudad de México tras el ataque de la línea 7: “La hora pico es horrible y la seguridad siempre es un tema”
La agresión a machetazos de un joven contra usuarios del suburbano, esta semana, renueva las críticas por el estado del sistema de transporte público de la capital
Va llegando el metro a la parada de Tacubaya y, de repente, ¡pum! Frenazo, brusquedad, la luz se apaga un instante… Nadie se espanta. Si acaso, un par de miradas de hastío se proyectan hacia un lugar indeterminado entre el techo y la pared del vagón. Pulgares, anulares e índices se aferran al metal caliente y húmedo de las barras. Un suspiro, dos. Tres o cuatro segundos más tarde, el convoy reanuda la marcha y entra en la estación. Las puertas se abren, gente entra y sale, rápido, rápido, rápido. Son cientos de miles de personas cada hora, millones al día. La gran máquina de movilidad de Ciudad de México está en plena combustión.
“Yo uso esta línea como dos veces por semana”, dice Raúl Ortiz, un hombre de 59 años que se ha subido el tren en Mixcoac, en la línea siete, algo más al sur. “Hago trasbordo aquí, en Tacubaya. La situación es que hay siempre mucha gente, sobre todo en horas pico. Pero yo la verdad es que nunca he tenido un problema, ¿eh?”, dice. Lo del problema responde a preguntas sobre el joven que atacó a machetazos a los viajeros, esta semana, en Tacubaya. No está claro por qué lo hizo. En los vídeos del ataque, el agresor, Jimmy N, la emprende a cuchilladas con el primero que se le cruza, antes de tirarse a las vías. De momento, el juez lo ha mandado al psiquiátrico.
El ataque ocurrió más o menos a esta hora, mediodía. Los vagones lucen llenos, concurridos, nada parecido, sin embargo, a las locuras de la hora pico, a eso de las 18.00, cuando no cabe un alfiler en los vagones, y viajar hasta El Rosario, el final de la línea siete, hace que la travesía y las penalidades mitológicas de Ulises parezcan una broma. Reyna Alvarado, odontóloga de 32 años, espera el convoy en el andén. “Hora pico es horrible”, constata la mujer, que viaja cada día hasta el final de línea, en los límites entre Ciudad de México y Tlalnepantla. “Y ahora que la línea uno no funciona hasta aquí, la parte de arriba, con todo el sistema de camiones que han puesto, es un caos”, añade.
Preguntada por las cuchilladas, Alvarado asiente y dice que sí, que la seguridad es un tema. Pero obvia al muchacho del cuchillo y habla del acoso de los hombres, de las veces que la persiguen, “sobre todo cuando voy vestida de blanco, con mi bata”, cuenta. Narra esa sensación vivida tantas veces, el miedo, el paso apresurado, la llamada ficticia o real por celular, el aviso un tanto inútil al vigilante de la estación… Dulce, otra chica que espera en el andén, habla de este asunto como algo habitual, no como las cuchilladas. “He sufrido acoso, claro”, dice. “Me ha pasado que, igual, llego con un compañero hombre, luego ya nos separamos, porque él se baja, y entonces aprovechan y me abordan”, cuenta.
Dulce, que solo da su nombre, calcula y dice que ha sufrido más de cinco situaciones de acoso en los últimos tiempos. “Y me ha tocado verlo también”, detalla, “y ver cómo alguna chica sale manchada en sus pantalones”, añade. La joven usa esta expresión, “salir manchada”, un eufemismo, en realidad, para evitar decir que algún hombre se ha masturbado y ha eyaculado encima de una mujer, en el metro. Porque solo decirlo es violento. Alvarado reconoce que algunas cosas han mejorado. Hay vagones exclusivos para mujeres, hay palancas de emergencia que detienen el tren en la parada en situaciones de acoso, y hay áreas exclusivas de denuncia por estos temas en algunas estaciones, pero el problema persiste.
Un señor desapareció
Es un hormiguero colosal, el metro chilango, aunque cúal no lo es. En 2023, el sistema trasladó a 1.120 millones de viajeros, según el Gobierno local, más o menos la misma cantidad que el de Nueva York, el doble que el de Madrid, la mitad que el de Tokio. Mucha gente, en todo caso. Muchos problemas, también. La mitad de la línea uno, la más antigua, no funciona, está en remodelación. La línea 12, la dorada, la última en construirse, sufrió un colapso en uno de sus tramos elevados, en 2021, que dejó 26 muertos y otros 100 heridos.
Las averías son habituales. Accidentes y cortocircuitos completan la imagen. En marzo de 2020, dos trenes chocaron precisamente en la estación de Tacubaya. El siniestro dejó un muerto y 41 heridos. En enero de 2021, un incendio destruyó el Puesto Central de Control del Metro, en el centro, causando la muerte de un policía y afectaciones a la mayoría de líneas. En enero de 2023, un choque en la línea tres dejó un muerto y medio centenar de heridos, entre los hierros prensados de los vagones. La lista sigue y sigue.
Para tratar de contener el goteo de accidentes y problemas, el Gobierno de la capital defendió inversiones por 45.000 millones de pesos el año pasado, la mayoría, 37.000, algo menos de 2.000 millones de dólares, para remodelar al completo la línea uno, la más antigua. Enfocados en los accidentes, los problemas de acoso y los suicidios –180 desde 2018, según datos que obtuvo la revista Emeequis, vía transparencia–, las autoridades de la capital han ignorado cuestiones más mundanas, como ataques similares a los de esta semana.
Muchos apuntan estos días a los arcos de seguridad que hay en algunas paradas, una cuestión algo ridícula en realidad. Varios medios calculaban en la semana que la red de estaciones del metro, 195 en total, contaba con alrededor de una veintena de arcos. Algunos, además, no funcionaban y los vigilantes no obligan a nadie a mostrar sus pertenencias. De todas formas, parece difícil que el sistema de los arcos trascienda lo disuasorio, dados los más de tres millones de viajeros toman a diario el suburbano. Y, a la vista de los problemas del sistema, es difícil que el ataque a cuchillazos cambie nada a largo plazo.
Enrique Rodríguez tiene 60 años y es ciego. El jueves llegó a la parada de San Pedro de Los Pinos para iniciar su paseo diario habitual. Va de estación en estación, y a ratos sale a la superficie, sólo en las paradas donde hay “jardincitos”, como San Pedro de Los Pinos, y así escucha el canto de algún pájaro, huele las plantas... También busca los baños más aseados, como en Polanco, uno de los barrios pudientes de la capital. “La situación en el metro es mala, no solo por la inseguridad. Mucha gente viene de Tlalnepantla, y es que no se da abasto”, dice.
Rodríguez pasa buena parte del día en el metro. Y así ha sido desde finales de la década de 1980, cuando se inauguró. “Antes venía mucho a San Pedro de Los Pinos, a ver un amiguito, un indigente”, cuenta, “pero creo que ya otra vez lo secuestraron”. ¿Otra vez? “Sí, porque antes ya lo hicieron y se lo llevaron a Amecameca. Pero logró escapar”, dice. Mientras llega el tren, el señor cuenta el final de una historia tan increíble como posible. “Luego me contó que le querían quitar los órganos… No sé cómo logró escapar, pero ya hace más de un año que no lo veo”, zanja.
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