La hora sucesoria en Ciudad de México
A Omar García Harfuch, exjefe de la policía de la capital y hoy aspirante a gobernarla, se le reclaman cosas que no son para nada responsabilidad suya
A Omar García Harfuch, exjefe de la policía de Ciudad de México y hoy aspirante a gobernarla, se le reclaman cosas que no son para nada responsabilidad suya. Es cierto que su abuelo y padre sirvieron en primera fila al régimen autoritario. Pero de tales biografías han de responder, en el más allá acaso, esos dos funcionarios del priismo clásico.
Asumir que el nieto del general del 68 y el hijo del comandante de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) heredó genes “autoritarios” es una simpleza tan grande como suponer que dado que tenemos un presidente (dicen) singularmente popular, lo mejor sería que su sucesor fuera uno de sus vástagos. Y pues no, ¿verdad?
García Harfuch ha de responder por sus actos y solo por los suyos y de sus subalternos. Por lo que haya hecho (o dejado de hacer) en la Policía Federal, en la capitalina y en lo que le depare la vida política que hoy emprende.
Su anuncio este miércoles, de que pretende la jefatura de gobierno, ha desatado temores sobre la inminencia, para mal, de un déjá vu: en tiempo nada remoto la capital terminó escaldada al ponerse en manos de un policía, dicen por ahí al recordar grisura y entreguismo de Miguel Ángel Mancera.
Sobra decir que de forma no trivial el otrora Distrito Federal tuvo otros gobernantes con pasado policiaco o militar. Por ejemplo, y así haya sido efímero, para nada fue intrascendente el paso de Marcelo Ebrard por la secretaría de seguridad en tiempos de Andrés Manuel López Obrador. Y otro antecedente nada menor, ahora que surge el nombre del abuelo de Omar, Marcelino García Barragán, es el del también general Alfonso Corona del Rosal, regente diazordacista cuyo nombre quedará igualmente ligado al tiempo de la represión estudiantil.
Porque sí, la sucesión en la capital —como quizá en ningún otro estado de la República— suscita una discusión sobre lo que la elección impactará en la identidad de los de aquí, y revive traumas o ilusiones vividas con los regentes y jefes que más le han marcado en los tiempos modernos, llámese Carlos Hank González, Manuel Camacho Solís, López Obrador o, el clásico de clásicos, Ernesto P. Uruchurtu, quien llevó sus riendas 14 años.
Antes de plantear dudas iniciales sobre el anuncio de García Harfuch, y como una forma de aportar a la conversación sobre cuál será “el tema” de estos comicios capitalinos, conviene revisar la impronta, deliberada o accidental, de Uruchurtu, y qué mejor que hacerlo de la mano de Carlos Monsiváis.
Sobre el llamado Regente de Hierro, en mayo de 1996, treinta años después de terminado su reinado, Monsiváis escribió una de esas crónicas indispensables para entender a la capital, a sus habitantes y, por supuesto, a quienes aspiran a gobernarla.
En tiempos de Uruchurtu (1952-1966), dice Monsiváis, “la modernización sorprende, intimida, arrasa en diversos sentidos, en la era que, si hubiese justicia mnemotécnica, debería llamarse ‘de Uruchurtu’, en homenaje a quien, sin piedad alguna, conjunta la modernización y la falta de libertades de la capital”.
El autor de A ustedes les consta apunta la promesa de esos años “la apuesta segura de los gobiernos: y conoceréis la modernidad y la modernidad os hará libres y ricos y desarrollados”.
Pero “el sueño pronto se desvanece. Pesan demasiado la inercia y la fortaleza del estilo de vida que desde fuera se califica de ‘mexicano’, producto no de fatalidades o de inconsciente colectivo alguno, sino de la imposibilidad de modernizar sin conceder nada en materia de igualdad”.
Se impone lo primero, el esfuerzo modernizador con sus intereses monetarios, y poco o nada se atiende la desigualdad que a su paso dejan los buldócer:
“Se va desvaneciendo la capital todavía recorrible, a escala humana, de barrios como pueblos, de grupos familiares que inmunizan contra el nomadismo, de dancings en donde raspa suela la Pareja Ideal, de vecindades en donde la intimidad es una afrenta la idiosincrasia, de fiestas en donde forja su sensibilidad la Gran Familia Mexicana; aparece la ciudad crecientemente gélida y hostil, donde el anonimato reemplaza al ser ‘muy conocido por el rumbo’, y en donde las superconstrucciones, que le dan la bienvenida a la sociedad de masas, anulan la escala humana”.
Y en ese “esfuerzo” de llevar a la sociedad capitalina a la modernidad, ¿qué papel juegan los de arriba y con cuál se han de conformar los de abajo?
“Orden y nos amanecemos, relajo de la corrupción y nos vamos pa’ arriba. La burguesía se deleita con el juego de la exclusividad (los trescientos y algunos más) y clases medias y populacho se atienen a la normatividad del espectáculo. Se va a la lucha libre, se festejan los parecidos con Pedro Infante, se vive en el culto por las celebridades, se está seguro de que todos usan lo mismo que uno, se acepta sin verdadera protesta al autoritarismo”.
A ese autoritarismo, dice el también autor de Amor perdido, se le quiere presentar con credenciales de virtud:
“Para Uruchurtu, típicamente, la capital no tiene ni historia ni perfil estético o vida cívica que valga la pena preservar contra los intereses de la modernidad. Es solo un depósito de multitudes a conducir con la mano firme que ponga de relieve la gran virtud de los gobernados (la obediencia) y del gobernante (el don de mando), y al que deben dársele, selectivamente, servicios y compensaciones visuales. Y la trayectoria de Uruchurtu avala su ideario”.
El regente Uruchurtu no habrá sido un policía formalmente, dicho eso a pesar de que por su paso en la tenebrosa Gobernación no debería minimizarse tal “experiencia”; sin embargo, en los hechos proyectaría una imagen tipo agente de seguridad:
“Su perfil a lo Dick Tracy (según Abel Quezada) es veta de los caricaturistas, y su inflexibilidad es leyenda que, por conveniencia, no desmienten los gremios que más lo admiran, los especuladores y fraccionadores”.
Y ya que líneas arriba mencionamos a Mancera y su sexenio para el olvido, no habría que borrar de la memoria, sin embargo, su intento de “moralizar” la capital. Cosa que, como podemos leer en la nota de Proceso de Monsiváis, tuvo en Uruchurtu un gran antecedente:
“Por eso le insiste a su clientela de clases medias: ‘Hay que moralizar la ciudad’, ‘Hay que imponer la decencia pública’. Es enemigo de prostitutas y vendedores ambulantes, detesta las cantinas y los cabarets. En su criterio, una ciudad moral es una ciudad nacionalista, y a la inversa, y gracias a tal premisa, en 1959 el departamento central implanta la hora límite para cabarets y ‘desveladeros’: la una de la mañana. Hay que proteger, se declara con solemnidad, el salario de la clase obrera, que ni debe ni puede dilapidarse en antros”.
Pero sentirse dueño de la modernización llevó al sonorense por nacimiento a resistir, paradójicamente, un transporte con mejor futuro como era el Metro. Así concluye Monsiváis: (Tras oponerse en 1966 a la construcción del subterráneo diputados priistas lo acusan) “¡a Uruchurtu que solo a eso se ha dedicado!, de ejercicio salvaje del poder” (…) La renuncia es inmediata. Se inicia el mito del funcionario capitalino por excelencia, mito al que, con los resultados de sus gestiones, le rinden tributo los regentes sucesivos. Y la sustancia del mito es la mezcla de eficacia con el paternalismo represivo que odia la noción misma de ciudadanía”.
Paternalismo represivo que odia la noción misma de ciudadanía, dónde hemos visto eso, dónde, dónde…
Cuentan que cuando alguien le preguntó a Camacho Solís cómo se gobernaba la capital, contestó sin mucho agobio que “de milagro”.
De milagro no ocurre, digo ahora yo, una catástrofe todos los días; de milagro el caos no es mayor; de milagro llegamos casi todos al trabajo, y a dormir cada noche al mismo lugar del que salimos esa mañana; de milagro el gobierno puede administrar tanta energía liberada, por acciones positivas y negativas, de sus habitantes.
Somos millones de milagros vivientes. Los nacidos aquí, y por supuesto, los importados permanente o transitoriamente, pues pocos lugares en el mundo reciben a diario visitas de tanta y tanta gente. De tanto chilango por el día.
Este miércoles uno de los hijos de esta capital levantó la mano para gobernarla. Es abogado de estudios y policía de oficio. Antes que él, la alcaldesa de Iztapalapa —aunque pida licencia, Clara Brugada tiene una gran proyección como eso, como una gobernante de un enclave sin el cual la identidad de Ciudad de México no sería concebible—, también había dicho que quiere ser la jefa de todas, todos y todes los chilangos.
Así partan de lugares que no podrían ser más distintos, Brugada y García Harfuch tienen un reto común: dado que surgen del partido en el Gobierno, han de esforzarse particularmente en decirnos a quienes aquí votaremos en poco más de 8 meses qué milagro proponen para el siguiente sexenio.
La prensa ahora se inundará de sus respectivos currículums, proezas reales y exageradas. Vale, es parte del juego. Pero en esta hora sucesoria de la capital, la simple pregunta de qué Ciudad de México ven en el futuro es la más importante, esa y la de qué tan lejos o cerca quieren estar de Uruchurtu, Hank, López Obrador, Camacho, Ebrard, Cárdenas, Sheinbaum…
Comienza la gran discusión sexenal por el futuro, siempre milagroso, de la capital.
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