El monasterio de Bosco Sodi junto a las vías del tren
El artista abre un nuevo estudio en Atlampa, una antigua zona industrial de Ciudad de México. El creador cuenta a EL PAÍS que será un espacio de trabajo y exposición para involucrar a la comunidad: “El arte nos ayuda a entendernos”
El artista Bosco Sodi necesita su estudio para estar tranquilo. En Nueva York, donde vive, tiene uno; en Puerto Escondido, en la costa de Oaxaca, otro; el de Grecia está en construcción y en Ciudad de México acaba de inaugurar el más reciente. “Cuando voy a un lugar, después de 15 días, me empiezo a sentir muy nervioso si dejo de pintar”, explica el artista (Ciudad de México, 52 años). Sodi, que es hiperactivo y disléxico, encontró en el arte un refugio cuando era pequeño: “Entendí que era algo que iba a tener que hacer toda mi vida”. El nuevo espacio se alza con discreción entre galpones en una antigua zona industrial de la capital. A pocos metros están las vías del tren, que ya no pasa.
La fachada de Studio Bosco Sodi es angosta y alta: hormigón en bruto y ladrillos desgastados. No hay puerta, solo el hueco que se abre hasta la mitad del edificio y una reja. Después aparece un patio descubierto. Adelante están las oficinas de Casa Wabi, la fundación que creó Sodi para becar a creadores de distintas disciplinas y que tiene su sede principal en Puerto Escondido. Atrás está el espacio dedicado exclusivamente a la obra del artista, cuatro plantas con zonas de exposición y bodegas. Son en total unos 1.600 metros cuadrados. La construcción fue diseñada por Alberto Kalach, que diseñó la biblioteca Vasconcelos, entre otros proyectos, y es amigo de Sodi.
“No quería que la obra se impusiera al lugar, pero tampoco que el lugar se le impusiera la obra. Quería que hubiera un diálogo y se creara una tensión amable. Como un monasterio”, explica Sodi por videoconferencia desde Nueva York, donde vive. La construcción tiene niveles con techos altos que balconean entre sí, algunas terrazas, tragaluces, suelos de madera u hormigón, según la función, y barandales de hierro. “Quería un lugar con mucha luz natural. Mi obra es una obra de luz, pero también de sombras. Me gusta verla con el movimiento de las sombras porque cobra vida. Muchas veces pongo velas enfrente de los cuadros para verlas con el movimiento de la luz”, cuenta.
Desde el último piso, se ven las cubiertas de chapa de las fábricas y maquilas de alrededor. La colonia Atlampa fue uno de los polos industriales más importantes del país. Cuando la urbe empezó a crecer, estos núcleos se desplazaron y las fábricas abandonaron Atlampa. El Gobierno capitalino valora que allí hay un “deterioro del tejido social y del entorno urbano”, “carencia de vivienda digna y de espacios verdes”, “obsolescencia industrial” y cantidades de “suelo vacante”, y por eso implementa en la zona un plan de “regeneración integral”. Hoy la colonia tiene uno de los índices de violencia más altos de la ciudad. Por donde antes pasaba el tren, a metros del estudio de Sodi, viven decenas de personas en asentamientos precarios sobre las vías.
“La zona necesita un impulso”, dice el artista. La colonia se encuentra a un paso del centro y a otro de la colonia Santa María la Ribera, que en los últimos 20 años ha visto la llegada de artistas y otros creadores. “México se ha convertido en un fenómeno en el arte. Ya son aburridas las conversaciones en cada inauguración porque la gente ve que eres de México y dice: ‘Oh, I love Mexico´. Están yéndose a vivir toda cantidad de artistas, pero no todos tienen dinero para vivir en la Roma o la Condesa”, dice Sodi. La amenaza que llega con eso es la gentrificación.
Sodi decidió establecer en esta colonia el Studio Bosco Sodi porque cree que “el arte realmente puede aportar algo” allí: “Estos espacios tienen que abrir en lugares que lo necesitan. Creo que es una locura abrir un museo más en Chapultepec o en Polanco”. La motivación fue similar cuando abrió Casa Wabi en Puerto Escondido, o la residencia de Casa NaNo, en Tokio, o Assembly, en Nueva York, un “espacio de arte” sin fines de lucro. En Atlampa, ya está en conversaciones con escuelas de la colonia, asegura. “Trabajar con niños y adolescentes, cuando todavía se puede hacer un cambio, es la parte más importante del arte. Estoy convencido de que nos ayuda a entender el universo y a entendernos a nosotros mismos”.
Habla desde la experiencia. Cuando tenía cinco o seis años, fue diagnosticado con hiperactividad y dislexia: “Mi madre, en vez de medicarme, que era más común en esa época, me metió a clases de arte”. “Era el único momento en el que estaba tranquilo y me podía encontrar conmigo”, dice y agrega: “Para mí, el arte es una necesidad. Es mi oficio y me fascina, pero también es una necesidad”. Sus estudios siempre están cerca de su casa. Cuando vivió en Barcelona, estaba a cuatro cuadras; en Berlín lo tenía a dos; ahora, en Brooklyn, a seis. En parte, eso también tiene que ver con su forma de crear.
Espacio, tiempo y accidente
Aunque Sodi trabaja con diferentes materiales como la piedra, la madera o el barro, las pinturas son sus obras más reconocidas: superficies que cubre con un engrudo hecho de aserrín y pegamento y espolvorea con pigmento. En los vídeos, se lo ve manchado de pintura hasta encima de las rodillas, con overol y cubrebocas echando la mezcla sobre el cuadro horizontal. Después las deja secar y el material se craquela hasta formar texturas que recuerdan al lodo seco u otras formas de la naturaleza. “Es bueno tener el estudio cerca porque revisito la obra tres o cuatro veces al día para ver cómo va reaccionando”, cuenta.
Su técnica se basa en una filosofía japonesa, el wabi sabi, que en sus palabras se explica así: “Habla de cómo el accidente, el paso del tiempo y la incertidumbre hacen las cosas únicas e irrepetibles”. Así fue cómo empezó todo, después de comprar en Madrid el catálogo de una exposición de Georges Braque para su madre. Allí leyó que el pintor francés usaba aserrín para dar volumen a sus cuadros. Sodi empezó a experimentar tímidamente. Un viernes con prisa, saliendo de su estudio, tiró el tarro con el engrudo. Regresó el lunes y descubrió cómo el material se había transformado: “Siempre les digo a los artistas que la manera de encontrar un lenguaje propio es estar abierto al accidente”.
El gusto por la experimentación le viene de su padre, ingeniero químico. “Cuando mezclo el aserrín, el pigmento y el agua la reacción es totalmente diferente según el lugar donde esté. Por eso me gusta mucho hacer obra en diferentes lugares. El aserrín en cualquier lugar es diferente porque depende mucho del árbol. Cuando el clima es muy caliente y seco, la craquelación es rápida y caótica; cuando el lugar es más húmedo, es más rítmica”, explica. No recuerda las fechas ni los nombres de las obras, pero sí los lugares donde las hizo: “Yo sé qué cuadro hice en Berlín, qué cuadro hice en Portugal, qué cuadro hice en México, en Nueva York. Los rosas de Berlín los conozco perfecto porque son completamente diferentes a los rosas de Barcelona”.
Contemplar la obra
El espacio que ha inaugurado en Atlampa, en la calle Sabino 336, funcionará como taller cuando se instale más de 15 días en Ciudad de México –que no es lo habitual–. La primera planta se puede transformar en un espacio de trabajo porque el piso, de hormigón, se limpia fácilmente (en las otras los pisos son de madera). Pero ahora todos los niveles funcionan como espacio de exposición. “Quería poder revisitar mi obra, que estaba toda en cajas y se me hacía tristísimo”, cuenta. “Sentarme y verla y gozarla”, sigue. Para eso, invitó a Dakin Hart, que es el curador en jefe del museo Noguchi, en Nueva York. Él hizo la selección que se expone actualmente y que irá cambiando con el tiempo.
Allí están sus esferas de barro; sus muros de ladrillo, como el que instaló en Nueva York en 2017 contra las políticas migratorias de Donald Trump; sus rocas volcánicas cubiertas de oro; sus pinturas en blanco y negro o en rojo, y la continuación de una serie hecha de sacos que empezó en pandemia. Estaba confinado con su familia en Puerto Escondido y no tenía casi materiales. Entonces, descubrió que podía pintar sobre las bolsas de chile en las que llegaba la compra. La primera vez que expuso esos sacos de arpillera con círculos de óleo fue en la Bienal de Venecia de 2022; hoy los expone en la muestra Alabanzas, que se puede ver hasta el 7 de abril en la galería Hilario Galguera de Ciudad de México –el artista también presenta hasta el 9 de junio una instalación en Harvard Art Museums, en Cambridge (Estados Unidos), y en 2024 expondrá en el HE Art Museum de Shunde, en China–.
Nada de lo que está expuesto en Studio Bosco Sodi, sin embargo, está a la venta. Toda esa obra es parte de su colección personal y está inscrita en un trust a nombre de sus hijos, de 19, 18 y 14 años. “Si es comercial demerita la esencia pura del espacio y se convierte en un showroom. No tiene nada de malo, yo vivo de vender mi obra, pero es diferente”, dice Sodi, que es uno de los artistas mexicanos mejor cotizados. Lo que él quiere es que sea una bodega abierta: que albergue su obra, que se transforme en taller si lo necesita y que el público lo visite –las citas se programan de viernes a domingo–. Desde febrero, han pasado por allí más de 2.300 personas. Sodi espera, sobre todo, “que la gente no le tenga miedo al espacio”: “Cuanta más visitas haya, más vive la obra”.
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