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Rockdrigo y la mitología de la voz del México callejero

Rodrigo González hizo historia con un solo disco en vida cargado de sátira en el que contaba historias de la gente de a pie. En el 30º aniversario del lanzamiento de su último álbum —póstumo— ‘No estoy loco’, EL PAÍS reconstruye al personaje a través de una decena de testimonios de amigos y familiares

El músico Rodrigo González, 'Rockdrigo', en la azotea del edificio donde vivía en la colonia Juárez, en Ciudad de México, 1985.
El músico Rodrigo González, 'Rockdrigo', en la azotea del edificio donde vivía en la colonia Juárez, en Ciudad de México, 1985.Paul Demeyere
Alejandro Santos Cid

Su voz se acalló mientras el subsuelo del Distrito Federal rugía, aquel 19 de septiembre de 1985 en el que todo se vino abajo. El edificio en el que vivía Rodrigo González se derrumbó con él dentro durante ese traumático terremoto que dejó miles de cuerpos entre los escombros y se grabó a fuego en la memoria nacional. Y después, como suele decirse, nació una leyenda que tiene mucho de mitología urbana: el Rockdrigo; el músico callejero que llegó de Tampico a comerse la capital; el poeta que le cantaba a los perros y las calles y la soledad y el alcohol y el metro y los asalariados y el esmog. Canciones crudas, con el único acompañamiento de una guitarra que se caía a cachos, una armónica y su voz descarnada. Durante su vida solo grabó Hurbanistorias (1984), un casete casero que él mismo vendía por los mercadillos y bares de la ciudad. Después de su muerte, sus amigos y familiares rescataron decenas de canciones y lanzaron tres álbumes más. El último, No estoy loco (1992, Ediciones Pentagrama), cumple 30 años este 2022.

—Era otra época y era otro México. Al rock mexicano se le olvida que tenemos raíces: tenemos falta de autoestima, a veces nos dan pena. Yo creo que Rockdrigo es una de nuestras más importantes raíces.

Rafael Catana conoció a Rockdrigo (1950-1985) durante una huelga universitaria, una de tantas en una época política agitada, con la sombra de la guerra sucia acechando en cada esquina. Se llevaron bien y empezaron a tocar juntos en bares de la periferia. Ellos, junto con otros músicos como Fausto y Edgar Arrellín, Nina Galindo o Eblén Macari fueron el germen de un movimiento musical al que llamaron “rupestre”. Rupestre por lo rudimentario, por lo directo, porque dejaban la canción en los huesos y apelaban a un México sin glamour, en blanco y negro. Rockdrigo escribió el manifiesto. En noviembre de 1984 hicieron su gran presentación pública, en una serie de conciertos en el Museo del Chopo. Durante el siguiente año, siguieron tocando por toda la ciudad, haciéndose un nombre.

—Y de pronto la vida se acabó con el terremoto.

El músico Rodrigo González, 'Rockdrigo'.
El músico Rodrigo González, 'Rockdrigo'. Paul Demeyere

No estoy loco

Nina Galindo fue una de las pocas mujeres del movimiento rupestre. “Fue muy poco lo que pasé con Rodrigo, pero lo que vivimos fue muy padre”, recuerda por teléfono. “No podía entablar una conversación con él porque me hablaba de cinco temas diferentes a la vez y me atragantaba”. Un día visitó a Rockdrigo en su casa. En esa época él estaba grabando nuevas canciones. Galindo se encaprichó de una de ellas y le pidió una copia para versionarla. Pero él solo tenía un casete. “Me dijo: ‘te lo presto para que lo copies, pero lo cuidas como si fuera la niña de tus ojos’”.

Pasó un mes. Galindo le llamó varias veces para verse y devolverle la cinta, pero Rockdrigo nunca respondió. La última llamada fue el día anterior al terremoto. “Yo me quedé con ese casete muchos años como un tesoro. Me pesó muchísimo su partida. Guardé y escondí ese material que no me merecía”. Cinco años después, Mireya Escalante —expareja de Rockdrigo, ya fallecida—, le pidió aquella grabación para poder editarla. Así se consiguió el último material de Rockdrigo publicado hasta la fecha: No estoy loco.

Los claroscuros de Rodrigo González

Su muerte dejó entre sus amigos, sobre todo, conversaciones pendientes. La sensación de algo inacabado. Llamadas que nunca llegaron a realizarse, conciertos acordados, borracheras que no ocurrieron. Roberto Ponce, uno de los rupestres, dice que Rockdrigo se le presenta en sueños, pero que no le habla: solo se ríe. Quizá sea porque lo que más recuerda Ponce son los porros que su viejo compañero fumaba constantemente, siempre en los lugares más inadecuados, para provocar. Él reconoció en la morgue el cadáver de Rockdrigo y el de la pareja de entonces del músico, François Bardinet: “Estaban los dos encuerados. Él golpeado y medio pálido. Vi que tenía más barba, lo vi muy feo. Era un espectáculo dantesco, ya no quise regresar”.

Rodrigo González fue una figura compleja. “Era un tipo solitario, no se abría demasiado. Tenía su lado muy oscuro también”, señala Ponce. Tuvo una única hija con Mireya Escalante, la cantante de cumbia Amanda Lalena Escalante Amandititita, a la que no le dio su apellido. La familia define la relación como “delicada”. Consultada por EL PAÍS, Lalena Escalante ha declinado hablar sobre su padre, pero en un texto publicado en 2015 en el semanario Proceso lo recordaba en términos agridulces: “Sin temor a equivocarme, diré que no soy gracias a Rockdrigo, sino pese a él (...) De los primeros años de mi infancia recuerdo lúcidamente a un hombre dulce, de anteojos, un padre amoroso”.

También tenía un lado más luminoso, brillante, satírico. “Él era crudo, pero era una persona bastante divertida, muy alburero, hasta insolente, soez. Muy escatológico. Le gustaba hacer bromas y engañarte”, continúa Ponce. También podía ser atento: “Estaba por nacer mi hijo cuando él murió y me hablaba a cada rato para ver como iba el embarazo”, evoca Eblén Macari.

Creció en una casa cerca del puerto de Tampico (Tamaulipas), donde su padre tenía un astillero. Desde muy joven estuvo en contacto con gente de todas partes del mundo. Era un tipo despierto y nervioso. “Su juventud eran tres cosas: los libros, la guitarra y la moto”, dice Genoveva González, su hermana y albacea de sus canciones. Recuerda a su hermano siempre tocando o discutiendo cuando su padre le encontraba la marihuana.

Rockdrigo era una persona culta, que estudió psicología y lo mismo leía a Sigmund Freud que novelas de ciencia ficción. “En mi casa no había televisión porque mi papá decía que nos intoxicaba… Teníamos una biblioteca con 5.000 libros. Siempre estuvimos muy impregnados por la cultura y el arte”, amplía González.

Manifiesto del movimiento rupestre, escrito por Rodrigo González 'Rockdrigo'.
Manifiesto del movimiento rupestre, escrito por Rodrigo González 'Rockdrigo'. Cortesía

Muy influenciado por el son huasteco, un estilo que mezcla raíces africanas, españolas e indígenas de la Huasteca, aprendió pronto a improvisar sobre melodías. Años después, le valdría para ser el centro de atención en las fiestas cada vez que alguien sacaba una guitarra. Nunca estudió música, pero tenía un gran oído. “Te podía tocar lo mismo un tango que una milonga”, apunta Fausto Arrellín. “Era un músico muy suigéneris: creativo, inventivo, irónico, fantástico...”, añade Jorge Pantoja, que fue representante de Rockdrigo.

“Se hizo un mito que es una locura impresionante”

El 15 de septiembre de 1985, el periódico La Jornada celebró su primer año de vida con un concierto en el que tocó Rockdrigo. Sería el último para él. “Íbamos a entrar a grabar el día del temblor. Quedamos para el jueves siguiente, pero ya no nos vimos”, recuerda Arrellín. Unos días antes del sismo, Rockdrigo trató de ponerse en contacto con Catana para invitarle a tocar a una cárcel. “Estaba yo en otro asunto y le dije que no podía ir. Le llamé en la noche y no le encontré. El día del terremoto fue terrible. Le llamaba, le llamaba, le llamaba, y el teléfono sonaba. Él ya nunca contestó”.

'Rockdrigo' González, en la azotea del edificio donde vivía en la colonia Juárez, en Ciudad de México, en 1985.
'Rockdrigo' González, en la azotea del edificio donde vivía en la colonia Juárez, en Ciudad de México, en 1985.Paul Demeyere

Entre el número 6 y el 10 de la calle Bruselas hay un gran hueco, allí donde debería alzarse el edificio 8: la casa de Rodrigo González. Hoy es un párquing: un monumento a la nada, sin placas que lo recuerden ni homenajes que marquen que allí vivió uno de los compositores más importantes del rock contracultural mexicano. El único memorial sobre él que existe en Ciudad de México es una estatua en la estación del metro Balderas, a la que el artista dedicó una de sus canciones más recordadas. A la calle Bruselas acudió Catana el día del sismo.

—Cuando llegamos a buscarlo a la colonia Juárez pensábamos que era una zona de guerra. Terminó una época en ese momento.

Con él iban también los hermanos Arrellín. Fausto se aventuró entre los escombros de lo que había sido la casa de Rockdrigo. Allí vio los restos del naufragio: la guitarra color café, las gafas redondas, sus cuadernos garabateados de canciones. “Estaba todo ahí, pero nunca encontré un escrito engargolado en el que tenía a máquina más de 300 canciones”, lamenta.

Fausto fue uno de los primeros músicos que acompañó a Rockdrigo. Sabe de primera mano cómo fue pelear para ganarse al público cuando empezaron en hoyos funkies y salas de fiesta. “Luego ya se hizo un mito que es una locura impresionante. En México hay tres mitos”, se ríe, “todo el mundo fue a [el festival] Avándaro, todo el mundo fundó el tianguis del Chopo [un mercado contracultural] y todo el mundo conoció a Rockdrigo”. “Después de su fallecimiento apareció mucha gente que decía que lo conocía y en el fondo eran mitómanos que se querían acercar a su obra”, coincide Catana. “Se hizo el mito de Rockdrigo. No era muy famoso en su época, se volvió famoso después”, remata Macari.

La estatua en homenaje a 'Rockdrigo' González, en la estación del metro Balderas, Ciudad de México.
La estatua en homenaje a 'Rockdrigo' González, en la estación del metro Balderas, Ciudad de México.Francisco Rodríguez (Cuartoscuro)

Las condiciones que tenían en la época eran precarias. Fausto Arrellín lo ejemplifica con la guitarra que usaba Rockdrigo: “No podía afinarse, las clavijas estaban barridas, agarradas con ligas”. Para electrificarla, Edgar Arrellín le colocó una pastilla de violín: “Se desgastó el adhesivo de la pastilla y la pegaban con chicle en cada concierto”. A pesar de todo, Macari considera que la obra del músico ha trascendido a través del tiempo: “Veníamos de un período de efervescencia latinoamericana, de canción protesta, y él empezó a hacer blues. Era como un bicho raro. Rehacer Latinoamérica era necesario, pero era importante también sacar otra vena de un México al que no se le daba mucho énfasis en ese momento”.

De Rockdrigo todavía quedan 18 canciones que no han visto la luz, en poder del periodista musical Pepe Návar. Tanto Návar como Genoveva González han confirmado a este diario que, después de años de desencuentros y pugna por los derechos, han llegado a un acuerdo para publicarlas. Návar espera que sea en algún momento de este año. El último legado de un artista con aura de leyenda: que comenzó con una guitarra por las calles del Distrito Federal y acabó con homenajes populares entre los escombros de una de las mayores catástrofes de la historia de México.

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Sobre la firma

Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.

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