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El elocuente silencio del Ejército durante la crisis de Nicaragua

Expertos en seguridad critican la postura de los militares, que no se han pronunciado sobre la masacre ni la dura represión contra los manifestantes que exigen el fin del régimen de Ortega

El presidente Daniel Orttega, la vicepresidenta Rosario Murillo y el jefe del Ejército, Julio César Avilés (der.), en un acto oficial en Managua.
El presidente Daniel Orttega, la vicepresidenta Rosario Murillo y el jefe del Ejército, Julio César Avilés (der.), en un acto oficial en Managua.Carlos Herrera (EL PAÍS)
Carlos S. Maldonado

Tras nueve meses de una profunda crisis política que ha costado la vida de al menos 325 personas, Nicaragua se enfrenta a un incierto 2019, aunque con la expectativa de una posible transición que, en opinión de los expertos en seguridad, podría tener como garante a un actor que hasta ahora ha guardado un elocuente silencio: el Ejército. En un país que se asoma al abismo por la intransigencia del presidente Daniel Ortega de abrirse a una negociación, son los militares quienes podrían jugar un rol determinante a la hora de evitar una salida caótica, aunque la población ve con recelo a quienes los analistas señalan de mantener un “silencio cómplice” frente a la sangría desatada por Ortega en este país centroamericano.

“Los militares no han dicho nada de los asesinados, heridos, capturados ilegalmente, los desaparecidos y los exiliados. Tampoco han dicho una sola palabra sobre el supuesto “intento de golpe de Estado” que ha esgrimido Ortega para justificar el baño de sangre. Se muestran insensibles. Ese silencio los ha convertido en cómplices silenciosos de Ortega: No intervienen ni a favor ni en contra, y en esta situación en Nicaragua es difícil mantener una postura de neutralidad”, explica Roberto Cajina, consultor civil en seguridad.

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La confianza de los nicaragüenses hacia una institución que era muy respetada en el país se ha desplomado. El Latinobarómetro publicado en septiembre revelaba que solo el 22% de la población confía en el Ejército, mientras en las redes sociales los ciudadanos critican su silencio y hasta exigen que sea derogado, tal y como hicieron sus vecinos costarricenses. Pero no solo el silencio frente a la crisis ha afectado la imagen de los militares. Durante una década Ortega ha reformado las leyes nicaragüenses para garantizarse una mayor influencia y control del Ejército. Ortega comenzó un proceso de cambio en la Constitución política de Nicaragua, que terminó en 2013 con una reforma apoyada por la jefatura militar y en la que el presidente se garantizaba la reelección indefinida y con ella la permanencia en el poder. Además, el mandatario, cuyo partido controla la Asamblea Nacional, presentó una reforma al Código Militar en la que se eliminaba la prohibición de reelección para el jefe militar, y en julio de 2014, a golpe de decreto, a través de su esposa y vocera oficial, Rosario Murillo, se informó a la nación de que había ordenado al general Julio César Avilés mantenerse como jefe del Ejército, rompiendo de esta manera el cambio periódico que se realizaba cada cinco años en la jefatura militar.

“Es muy probable que el silencio que el Ejército ha guardado a lo largo de la crisis, pero en especial sobre la masacre, haya sido el disparador de la pérdida de legitimidad de la institución ante la población y que, a la vez, le consideren cómplice, cómplice silencioso del régimen Ortega-Murillo”, explica Cajina. “Este es sin duda uno de los costos políticos del silencio de los militares y no estoy claro si estos estaban conscientes de ese efecto que, por cierto, no es un daño colateral para el Ejército. Igualmente es un tanto borroso, imposible de predecir, en qué medida influirán esas dos percepciones de la población sobre el papel del Ejército en la transición”.

La crisis comenzó en abril, cuando los nicaragüenses se manifestaron contra la imposición de una reforma a la seguridad social que pretendía bajar las pensiones de los jubilados y aumentar el porcentaje que la patronal paga para mantener este beneficio a los trabajadores. La violenta respuesta de Ortega a esas primeras manifestaciones hizo que se desatara un estallido social que pronto exigía el fin de 12 años de gobierno sandinista. El exguerillero reaccionó con una brutal represión y armó a exmilitares, expolicías y sus seguidores más fanatizados en las llamadas “caravanas de la muerte”, que sembraron de terror las ciudades nicaragüenses, incluyendo Managua. Estos grupos irregulares que portaban armas de guerra ––denominados “paramilitares”–– desataron la peor matanza que ha sufrido este país en tiempos de paz, a vista y paciencia del Ejército, que en ningún momento intervino.

Para Cajina esta postura complaciente del Ejército fundamenta sus razones en la necesidad de “sobrevivir” como institución frente a un cambio de régimen, en el que no se le acuse de haber violentado los derechos humanos al participar activamente en la represión, pero también está relacionada a preservar los millonarios intereses económicos que los militares manejan a través del denominado Instituto de Previsión Social Militar (IPSM), que administra los fondos de retiro de los militares y que según Cajina contaba con al menos cien millones de dólares invertidos en 2012 en la Bolsa de Valores de Nueva York, mas millonarios negocios abiertos en Nicaragua al amparo del régimen de Ortega. En diciembre Estados Unidos anunció sanciones contra todo funcionario que haya participado en la represión, lo que incluye el congelamiento de cuentas bancarias o la imposibilidad de hacer negocios en ese país, y los militares no quieren correr el riesgo de ver afectados sus intereses económicos. “La primera gota de sangre que salga de una bala del Ejército significará el congelamiento de esos fondos”, afirma Cajina.

Antes de abril “el Ejército tenía una alianza económica y política muy fuerte con el grupo Ortega-Murillo y ya había también una serie de denuncias en relación con su actuación, sobre todo en las zonas rurales. Esa relación se consideraba de subordinación a Ortega y Murillo, pero para mí era una alianza interesada y a conveniencia por los negocios y empresas del Ejército”, explica Elvira Cuadra, sociología investigadora en temas de seguridad. “Una vez que comenzaron a actuar los grupos paramilitares, la posición del Ejército se ve comprometida, porque la constitución dice que no es posible que existan otros cuerpos armados dentro del territorio nacional. Estos grupos son fuerzas irregulares que actuaron completamente al margen de la ley, con uso de armas de fuego letales, lo que está prohibido por la Constitución y las leyes. La actitud de omisión del Ejército se comenzó a ver como una complicidad pasiva, porque si bien es cierto que está subordinado a la autoridad del presidente, también es cierto que su papel como institución del Estado le obliga a proteger el territorio, la población y responder principios fundamentales como el respeto a los derechos humanos de la población civil, que estaban siendo violentados por los grupos paramilitares”.

Cuadra afirma que en Nicaragua no se debe ver al Ejército como un actor político que “incline la balanza” de cara a una salida de la crisis, pero asegura que sí puede hacer un aporte “crucial” de cara a una futura negociación que contribuya a restablecer la democracia en Nicaragua. “Todavía están a tiempo”, advierte la académica, “hay que hacer un llamado a la jefatura del Ejército para que evalúe bien su papel como una institución que se debe a la nación y sobre el papel futuro que deben jugar en una época democrática nueva”. Cuadra afirma, sin embargo, que en un nuevo régimen el Ejército debe someterse a una “revisión” para valorar el papel que ha jugado durante la crisis que desangra al país.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.

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