Noche de museo
Lamento informar que el arranque oficial de las campañas electorales en México me provocó un pesadísimo tedio; más bien, una somnolencia insoportable
Lamento informar que el arranque oficial de las campañas electorales en México me provocó un pesadísimo tedio; más bien, una somnolencia insoportable y envuelto en un letargo de neblinas que oscilaban sobre mis párpados al son de la Marcha de Zacatecas, versión chill-out. Me vi de pronto enfundado en uniforme de velador (evidentemente, talla demasiado chica) y armado con linterna de kerosene cruce por debajo de un arco de chinampa cuyas flores deletreaban Corrupción, Violencia e Impunidad flotando en un discreto canal de aguas negras. Había taxis con hojalata de periódico y un bosque de inmensas flores de cempazúchitl, tan altas como estandartes de los antiguos desfiles deportivos.
En la sala principal se desentumecía el gigantesco esqueleto del Profesor Hank como tiranosaurio amaestrado por otro esqueleto: Echeverría, arriba y delante de guayabera pálida, manchas de sangre y medallas de suprema amnesia. En el diorama del Hombre del Hombre de Tepexpan, Andrés Manuel (misma guayabera) encaraba al mamut con una lanza de papel picado y en la reproducción de un mural teotihuacano desfilaban hieráticos y de perfil los siete seguidores de Anaya como egipcio, cabeza rapada y lira a la espalda. En una salita contigua, Coyolxauqui como la Llorona lamentaba a voz en cuello el inmenso peso inalienable de saberse casada con un borrachazo de antología mientras un coro de diminutas coristas enanas entonaba como jaculatoria el ya pegajoso himno “Ese perro ya me mordió”.
Había cien postes de lo que parecían voladores de Papantla que, al acercarme revelaron ser víctimas del crimen organizado, colgados de puentes levitantes, enfangados en un lodo donde flotan toneladas y toneladas de propaganda electoral con sonrisas envidiables de antiguas locatarias en camino de volverse senadoras, mucho mediocre monumental enfundado en corbatas prestadas y la enigmática mirada del águila que devora serpientes en la puerta de una tortería clandestina donde miles y miles de electores sin credencial hacen fila para recibir una guajolota de chilaquil como abono a su sacrificio en las plazas públicas. ¡Cierren las puertas, señores!, que ai’viene el mariachi vestido de azul turquesa (evidente homenaje a la policía en tiempos de Durazo) y que se arma la rebambaramba con la caravana desvencijada del PRI que ya no es el que era y que se reconoce en el discurso que irradia de la Morenita que lleva manto de utopía, estrellas inalcanzables y uñas enterradas sobre la media luna que la eleva sobre los cerros tuiteados con piedras pintadas de cal blanca, que luego serán recicladas en nixtamales cibernéticos que echan a volar como ovnis kilos y kilos de tortillas multicolores con las siglas de los tres mil candidatos que se la juegan en gobernaturas, prefecturas, en las duras y presidenciales.
El increíble paisaje de huesos a subasta parecía la cueva de las cien mil velas en la peli de Macario y una lacrimógena balada proyectaba como holograma la figura de un Centauro calvo sobre un rocín bayo cruzando la Calzada de los Muertos en la maqueta a escala de Teotihuacán, ubicada al lado de la reproducción de la Silla del Águila que tiene una pata calzada con un ejemplar de las Memorias de Gloria Trevi y al lado una vitrina donde guardan las gafas de Venustiano Carranza, los frascos de homeopatía de Pancho Madero y un bastón que usó Raúl Astor en la útlima presentación de Topo Gigio (referentes absolutamente desconocidos para casi catorce millones de votantes que pertenecen a una generación posterior a la tragedia de Jenny Rivera).
Son los estragos de quedarse dormido con el noticiero en pantalla o cobijado por periódicos en vías de amarillarse, pero en el fondo se podría interpretar como un llamado a la vigilia, una suerte de cuaresma reloaded donde todos debemos permanecer despiertos, con o sin horarios volteados, y atentos al alud de verborrea, proyectos pendencieros, promesas de proselitismo fugaz y pequeños resquicios donde el ciudadano común ha de afianzar con la conocida honradez y serenidad la pequeñísima parcela de paz, como una almohada, que le garantice unas horas de descanso… y un silencio para tanto muerto y desaparecido que abona en silencio la deuda de una tragedia que urge saldar.
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