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Cartas de Cuévano
Columna
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Mírame a los ojos

Estoy llorando de una rara felicidad y una inmensa gratitud de saber que el inventario de mi corazón en México me ha concedido la saudade, feliz tristeza, de estar sin estar

Volví para ver a México directamente en la mirada vidriosa de los millones de hombres y mujeres que sonríen desde los párpados, en las pequeñas luces que llevan todos los niños bajo las cejas y en la manera impalpable con la que los paisajes de esta patria se sonrojan al atardecer. Miré las caras del hartazgo y de la sinrazón, las voces que vociferan y el olor de algunos delirios; vi la esperanza de siempre en la claridad de pupilas limpias y el tufo de los abusos en el iris de los que creen que siempre tienen la razón o la arrebatan. Se escucha en ciertas miradas la melodía del desencanto y una lejana partitura con la que volvemos a empezar, se oyen las lagañas somnolientas de la desidia en algunos y la chispa encomiable de los miles que hacen lo que tienen que hacer, cada vez mejor y cada vez más, pero también se palpan las lágrimas de mar salada en las calaveras de cien mil muertos, en las caras de los deudos que le limpian la sangre a los rostros de sus mujeres muertas, en las pantallas donde se suman las hostilidades diarias sin nombre ni apellido y en los expedientes ciegos de los juzgados sin ojos, sin que se mire la justicia, la de los ojos vendados.

Vine para ver a los amigos de siempre, vivos y muertos y para conocer a los recién leídos; veo párrafos tatuados en los edificios que se quedaron en pie y en los que cayeron como negra conmemoración de un sismo que sacudió a mi generación con el mismo puño en alto con el que nuestros hijos levantan ahora la dignidad intacta, ajena a los gobiernos, allende las corbatas, al margen de las grillas, por encima de las deudas. Veo que florecen bugambilias en medio de las heladas de la mañana para derretirse en llanto morado con el solazo del mediodía y veo de lejos los paisajes donde deambulan todos los fantasmas que se escuchan como música cuando hablan las mujeres un bolero o se inventan un corrido los nuevos delincuentes. Veo los ríos de luces divergentes y las caras de propuestas increíbles, la esperanza como vaho y la bondad mayoritaria de un México que abraza incluso cuando parece abrasarse en la vorágine de las cíclicas confusiones y abusos, en el vendaval de las promesas y en la callada resignación de un jardinero que ofrece musgo para los pesebres de estos días. Veo los mantos de las estrellas de las vírgenes en el peligro constante de la media luna sobre la que flotan entre nubes y veo los brillos de las navajas, el despilfarro de las armas, el jolgorio de los polvorines a punto de incendiar las fiestas con el olor a pólvora y el estruendo que ya no aguantan ni las mascotas y veo sobre la geografía cambiante de las calles y la topografía intacta de muchas regiones la superposición de lugares ya desaparecidos, los pasos de los muertos en sepia, las antiguas estatuas y los canales de una ciudad lacustre en el mero centro de un país cuadriculado por los rieles de trenes que ya no existen. Veo las nubes en las manos de los niños que se cuelgan de los rebozos grises y la falda hasta el huesito de las abuelas que siguen cantando las posadas, veo las piñatas de todos los colores que son estrellas del pecado que se rompe para bañar en colación al río de las voluntades limpias, en medio de los empujones de siempre, al filo de los andenes del metro y sobre las avenidas desiertas en las madrugadas donde todo México huele a pueblo, sabe a maíz y baila los sueños.

Mírame a los ojos decía un niña en una feria de libros y las letras parecían responderle por sílabas, verso a verso con dibujos; mírala que lee y que escribe con la mirada lo que los demás escuchan como arrullo. Míralo que va corriendo del brazo de su abuela y al que se detiene en medio de una multitud para saludarse a sí mismo con un paliacate morado o la que no para de hablar de planes y proyectos y el que se queda dormido en un autobús que viene de quién sabe dónde y los poetas que se miran al espejo para decantarse sus verdades o por lo menos, el verso que quedó pendiente para despedir las ansias de un desahogo, la música de un danzón, los danzantes dizque indígenas, la banda del quiosco ahora invisible y el hogar que fue de todos. Miro las mareas de las caras entrañables, los nombres de mi memoria y el olor inconfundible de mi infancia; miro las paredes de las casas de siglos y los escombros de los damnificados, los parlamentos necios de los que abusan y las excusas tontas de tanta mentira; miro los pliegues dolorosos de la confusión y la sabana blanca de una página por venir. Mírame a los ojos: estoy llorando… de una rara felicidad y una inmensa gratitud de saber que el inventario de mi corazón en México me ha concedido la saudade, feliz tristeza, de estar sin estar.

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