El PRI lanza su operación limpieza con el gobernador de Veracruz
El partido gubernamental suspende de militancia a Javier Duarte, después de que la Procuraduría le abriese investigación por enriquecimiento ilícito
Perdió la partida. Tras años de acusaciones y escándalos, el PRI ha decidido suspender de militancia al gobernador en funciones de Veracruz, Javier Duarte. La medida llega cuando la ola de fango levantada por este político, uno de los más odiados de México, es ya incontenible y la propia Procuraduría General de la República ha decidido tomar cartas en el asunto y abrirle una investigación por supuestas prácticas corruptas. El siguiente paso, si se confirman las sospechas, será la expulsión del partido.
La operación de limpieza está encabezada por el nuevo presidente del PRI, Enrique Ochoa Reza. Consciente de que su partido ha perdido crédito por los desmanes de sus gobernadores, Ochoa busca marcar distancia con la vista puesta en los próximos retos: los comicios en Estado de México, el mayor bastión priísta y origen del propio Enrique Peña Nieto, y las elecciones presidenciales de 2018, la madre de todas las batallas. En el punto de mira está no sólo Duarte, sino también sus homólogos de Chihuahua y Quintana Roo. Todos ellos tienen en común estar envueltos en oscuros casos de corrupción y haber perdido las elecciones. “Por primera vez en la historia del PRI se han quitado sus derechos de militancia a un gobernador en funciones”, se ufanó Ochoa, al tiempo que anunciaba su disposición a colaborar con la fiscalía en aras a “la transparencia y rendición de cuentas”.
En este pulso, Duarte se ha quedado solo. En el PRI prácticamente nadie ha movido un dedo por él. Su desgaste es de tal magnitud que su proximidad contamina. Y ni siquiera la suspensión genera ya beneficios a su formación. Por el contrario, el agujero negro abierto por Duarte ha acabado por engullir a su propio partido, como demostró la derrota del PRI en Veracruz despúes de 82 años ininterrumpidos de poder.
Este descalabro en el tercer territorio más poblado de México dejó claro el coste que tiene mantener las viejas prácticas en pleno siglo XXI. Fue un golpe que, sumado a la pérdida de otros tres bastiones que jamás habían conocido otro color, arrastró consigo al propio presidente del PRI, Manlio Fabio Beltrones, quintaesencia de la política tradicional mexicana, y su sustitución por Ochoa Reza un hombre muy cercano a Peña Nieto. Al despedirse, Beltrones apuntó con clarividencia las causas de la derrota: “Los electores dieron un mensaje a políticas equivocadas y a políticos que incurrieron en excesos. Ante la sanción de la sociedad es oportuno parafrasear a Luis Donaldo Colosio: 'Lo que los gobiernos hacen, sus partidos lo resienten”.
Desde entonces, la suerte de Duarte quedó echada. Los escándalos se multiplicaron y la distancia pública de sus conmilitones fue en aumento. Ya nadie parecía recordar la época en que Duarte pertenecía a esa estela de jóvenes gobernadores liderados por Peña Nieto que debía marcar un nuevo rumbo al país. Que debía dejar atrás todo aquello que había marcado al antiguo PRI: el clientelismo, la corrupción, la patrimonialización del poder.
Duarte, al igual que otros de su camada, no quiso reconocerse en ese espejo. Hijo político del anterior gobernador de Veracruz, el polémico Fidel Herrera, su mandato se ha caracterizado por un fuerte debilitamiento de las estructuras estatales. La penetración del narco y el asesinato de periodistas se han disparado, y en un territorio poblado de fosas, el gobernador ha llegado a afirmar que no había más delitos que el robo de “frutsis y pingüinos”.
Incapaz de revertir la mala imagen de Gobierno, su popularidad ha ido descendiendo al tiempo que crecían las sombras en torno su gestión. La Auditoría Superior de la Federación informó en febrero de que Veracruz había desviado 2.000 millones de dólares de sus cuentas entre 2011 y 2014. Luego se supo que el citado organismo acumulaba 14 denuncias penales contra funcionarios veracruzanos, y que un entramado oficial había amañado supuestamente decenas de licitaciones a favor de empresas fantasma. El último golpe llegó este septiembre, cuando la Procuraduría, bajo control gubernamental, decidió abrirle investigación por supuesto enriquecimiento ilícito.
A esta degradación penal, se suma la política. No hay partido de la oposición que no haya pedido formalmente su comparecencia en las cámaras legislativas. Su nombre, a fuerza de escándalos, concita el desprecio de muchos. En la misma capital, algunos ministros de su partido apartan la cara cuando hablan de él. Una animadversión que, en algunos casos, supera los márgenes de la política. Quizá su más destacado enemigo sea el vencedor de las elecciones de junio en Veracruz, Miguel Ángel Yunes, del derechista PAN. Durante la campaña, el entorno de Duarte, en uno de los capítulos más sucios de los comicios, le acusó de pederasta y pervertido. La misma noche en que venció, Yunes prometió encarcelar a su antecesor.
Duarte, ahora, está más solo que nunca. Aunque siempre se ha mostrado firme, incluso risueño, ante los ataques, la evolución de su caso hace presagiar un juicio penal e incluso la cárcel. Y levadas las anclas, es muy difícil que el PRI esté dispuesto a darle la mano de nuevo. La formación que le ha suspendido tiene la vista puesta en recuperar la confianza ciudadana para ganar la batalla de las presidenciales de 2018. Y en esos planes, Duarte no entra. Tampoco los gobernadores de Chihuahua ni Quintana Roo.
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