Cómo hacer respetable a un proscrito
El marco solemne de la residencia de Los Pinos. Los vacuos elogios recíprocos, tan propios de las cumbres internacionales. El manejo de la escena y el tono de voz reposado, lejos de la estridencia mitinera. La capacidad de admitir caballerosamente diferencias y coincidencias sin que esto dañe la amistad entre ambos países.
Desde este miércoles es más fácil imaginarse cómo podría ser un presidente Donald Trump si gana las elecciones del 8 de noviembre. En el peor de los casos, precipitaría a EE UU al aislamiento internacional. En el mejor, sería algo parecido a lo que se vio este miércoles en Los Pinos.
La invitación del presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha permitido al republicano Trump algo que en su país, EE UU, todavía no se le permite: deshacerse de su imagen de excéntrico, de paria político. Por su vocabulario, no apto para menores; por su propensión a insultar a diestro y siniestro; por su afición a la ofensa gratuita y a la gesticulación soez, Trump es alguien que muchos no consideran que sea presentable en sociedad.
Su campaña ha oscilado entre dos doctrinas. La primera obedece al consejo de uno de sus asesores: “Dejad que Trump sea Trump”. Es inútil domesticarlo. Es más, domesticarlo acabaría con su magia, su capacidad de cautivar a millones de votantes desencantados con la vieja política.
Otro grupo de asesores le aconseja que se modere, que adopte un tono más presidencial. Porque a menos que lime esta imagen de bully o abusón de patio de colegio, será imposible que conquiste a los votantes moderados que a veces deciden las elecciones. El objetivo es normalizar a Trump. Homologarlo.
No es fácil. Cada vez que Trump intenta ser más presidencial, provoca una nueva polémica, profiere un nuevo insulto que arruina el intento.
El esfuerzo consiste ahora en limar las partes más ásperas de un plan de inmigración. En México, evitó el choque frontal. Su problema es que la mala imagen ya está consolidada en la mente de la inmensa mayoría de votantes y, a falta de poco más de dos meses para las elecciones, es complicado desmontarla. Su problema, a fin de cuentas, es que Trump es Trump.
Millones de estadounidenses son incapaces de imaginarse al candidato republicano ejerciendo de comandante en jefe de la primera potencia mundial. Verlo participando en negociaciones internacionales, estrechando la mano a otros jefes de Estado y de Gobierno, tratando de tú a tú a Angela Merkel, Xi Jinping, Vladímir Putin. O Enrique Peña Nieto.
El gran servicio que el presidente mexicano ha rendido a Trump ha sido permitirle, por primera vez en esta campaña, abandonar el estatus de proscrito internacional y entrar en los salones de la alta diplomacia. Peña Nieto le ha homologado con el sello de posible jefe de Estado. Un sello que próceres del Partido Republicano, como la familia Bush, le han negado. Y que quizá otros líderes internacionales no le otorguen tan fácilmente.
No es descabellado imaginar, tras la reunión entre Peña Nieto y Trump, que a partir de enero un hipotético presidente Trump sea tratado con deferencia y respeto por los líderes mundiales. Incluso por los más ofendidos entre ellos.
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