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Tribuna
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¿Hasta cuándo los brasileños conocerán lo que se urde en el poder?

Se percibe una sensación de desabrigo que empieza a notarse en el alma brasileña y puede resultar doblemente peligrosa

Juan Arias

Ygor, un niño de cuatro años esperaba ansioso su cumpleaños y, claro, los regalos. Hecho un lío con el concepto del tiempo, preguntaba todas las mañanas a sus padres si ya era el día de su fiesta. Llegó la víspera y le dijeron: “Es mañana”. El pequeño, agudo y nada feliz, preguntó: “¿Y por qué mañana no puede ser hoy?”

Millones de brasileños honrados leen con aprensión las noticias de la crisis política y económica, cuya solución se aleja más en el horizonte, ya que primero, decían, llegaría a finales de este año, después en 2016, ahora se aleja ya hasta 2017 y mañana no sabemos si la luz al final del túnel podrá verse en 2018 o más allá.

Ellos se preguntan, como el niño, “por qué mañana no puede ser hoy”. ¿Quiénes son los culpables de ese retraso? ¿Hasta cuándo será capaz de esperar esa caravana de brasileños que tiene derecho de exigir una respuesta a lo que están urdiendo en las sombras e intrigas de los palacios del poder?

Lula ha dicho que los que roban no tienen el derecho de levantar el dedo acusando de ladrones a su partido, el PT. Los que roban, no, pero sí tienen el derecho de levantar su protesta contra los responsables del deterioro de la economía los millones de trabajadores que, no sólo no han robado, sino que están siendo robados, ya que cada semana que pasa les van recortando el fruto de su trabajo honrado, con pérdida de renta, mayor inflación, intereses cada vez más altos y el desempleo amenazando a la puerta.

Decenas de analistas escriben cada día sobre el embrollo de la crisis política. De lo que quizás nos interesamos menos es de conocer los sentimientos que bullen en el corazón de esos brasileños que “no quieren bajar los brazos respecto a Brasil”. Esos, sin culpa, que apenas si tienen tiempo para trabajar y que sufren impotentes el latigazo de una crisis de la que no se les puede culpar. O esa clase media cada vez más recortada y castigada. Sólo los millonarios pueden seguir durmiendo sueños tranquilos. Las crisis les resbala, están vacunados y blindados contra ellas.

Preocupa observar a Brasil resbalando hacia la desilusión después de los años exuberantes de la esperanza

Cuando se habla con los mayores y con los jóvenes, lo que más se nota de esas familias que necesitan hacer cada semana nuevos malabarismos y acrobacias para que le cuadren las cuentas sin perderse en el abismo peligroso de la tarjeta de crédito es un sentimiento que puede llegar a ser más dañino que el odio y la violencia. He querido llamarlo con una palabra inventada, que no existe en el diccionario: desalegría. Mi colega del periódico, Alex Grijelmo, un gran experto de lingüística española, me dice que se trata de una palabra “morfológicamente correcta”, formada con recursos del propio idioma y que evocaría “desencanto” y “desilusión”. En portugués, en el Diccionario de António Houaiss, existe sólo “desalegre” y “desalegrar”, no desalegría, pero con el sólo significado de “tristeza”.

Aquí se trata de la sensación que experimenta aquel que de repente ha perdido la alegría y con ello le llega no la tristeza sino la desgana, la desilusión, y un cierto desamparo institucional. Es un sentimiento grave y peligroso, porque la desalegría desnutre la esperanza, quita el ánimo para protestar y luchar, se pliega impotente sobre su sinsabor, alimentada por un dolor que sabe ser inmerecido.

¿Por qué han disminuido las manifestaciones de protesta en Brasil? ¿Quizás porque lo que sienten los brasileños en este momento es esa desalegría del desencanto que les hace volver al antiguo y resignado: “¿Fazer o que? Son todos iguales”, que escucho cada vez más.

Esa sensación de desabrigo que empieza a notarse en el alma brasileña puede resultar doblemente peligrosa en la formación de los jóvenes. Preocupa observar a Brasil resbalando hacia la desilusión después de los años exuberantes de la esperanza.

El nombre de Brasil quizás venga de brasa, fuego y posee color y luz. Los primeros pobladores de esta tierra luminosa eran, según sus colonizadores y esclavistas, “gentes dulces, desnudas y alegres”.

Hoy, la clase política está consiguiendo crear en los brasileños, además de ira, una sensación de amargura y desaliento, que según me decía días atrás un maestro del periodismo de este país que ya sufrió la dictadura y el exilio y que sigue, sin doblegarse, fiel a su oficio, “nunca había visto antes en su larga vida”.

Es urgente que Brasil no pierda sin embargo la esperanza de salir a flote, aunque sea a costa de expulsar democráticamente del juego a quienes se han hecho indignos de regir los destinos de este país continente.

Cuando se pierde la ilusión de mejorar las cosas, lo peor puede llegar a golpear a nuestra puerta. Mejor, pues, que los responsables de esa desalegría, azuzados por la sociedad, aceleren la llegada feliz de un mañana, que sea lo más pronto posible, con una política más decente, ejercida a la luz del día, no en las sombras del crimen.

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