“Déjame solo”, el deseo que se debería considerar un derecho
Liberarse de las expectativas y las distracciones sociales o arrancar unos minutos a la vida familiar para buscar algo de espacio e introspección es sano para estar en paz y no renunciar a lo que uno es o aspira a ser
Estar solo 10 minutos al día debería ser considerado un derecho humano fundamental. O quizá debería estar financiado por la Seguridad Social en pos de la salud mental y la concordia nacional. Estar más solo que la una, sin embargo, no es recomendable —las evidencias científicas que relacionan la soledad no deseada con varias enfermedades crónicas son sólidas—, pero estar siempre acompañado e intervenido por la cháchara —real o digi...
Estar solo 10 minutos al día debería ser considerado un derecho humano fundamental. O quizá debería estar financiado por la Seguridad Social en pos de la salud mental y la concordia nacional. Estar más solo que la una, sin embargo, no es recomendable —las evidencias científicas que relacionan la soledad no deseada con varias enfermedades crónicas son sólidas—, pero estar siempre acompañado e intervenido por la cháchara —real o digital— ajena tampoco es conveniente. Liberarse de las expectativas y las distracciones sociales, y buscar algo de espacio e introspección, es sano para estar en paz y no renunciar a lo que uno es o aspira a ser.
Aloneliness es la palabra que los académicos anglosajones usan para aludir a la irritación que nos produce no poder arrancar unos minutos a la vida social o familiar para estar con nosotros mismos. No hemos encontrado en castellano una traducción que le haga justicia al término. Robert Coplan, psicólogo de la Universidad de Carleton en Ottawa, Canadá, lo define como el sentimiento negativo que aparece cuando una persona no puede estar sola el tiempo que necesita. “Esta carencia, al igual que la soledad no deseada, erosiona nuestro bienestar”, indica vía correo electrónico. En sus investigaciones dicho sentimiento se asocia, tanto en niños y adolescentes como en los adultos jóvenes, con mayores niveles de estrés percibido, un estado de ánimo negativo y síntomas de depresión. Un trabajo de 2022 que estudió el efecto de la ausencia de momentos de soledad en varios matrimonios concluyó que la aloneliness era un predictor bastante preciso de discusiones y agresividad en las parejas.
En poco más de un siglo, la soledad ha pasado de ser idealizada por los escritores y poetas románticos a ser materia de estudio y alerta epidemiológica de los sociólogos y antropólogos contemporáneos. En inglés hay una sutil distinción semántica entre solitude y loneliness. Aunque ambos términos aparezcan como sinónimos en muchos diccionarios, no tienen la misma connotación. “La soledad (solitude) es un lugar al que llegamos voluntariamente por un tiempo, y del que podemos salir; mientras que loneliness (llamémosle soledad no deseada) es algo que nos pasa, un sentimiento negativo que nos invade cuando estamos aislados e insatisfechos con nuestra vida social”, distingue el profesor Coplan. En el ensayo Soledad (1905), Miguel de Unamuno ya diferenciaba dos tipos de soledad: la impuesta, “que no proviene de una acción que ejerzamos libremente”, y la deseada, “un estado que buscamos activamente porque nos produce bienestar”. Coplan señala que muchas razones justifican la mala reputación de la soledad no deseada, pues se relaciona con una salud mental precaria y el desarrollo de varias enfermedades crónicas, y cita el reciente informe de Vivek Hallegere, en el puesto de US Surgeon General desde la Administración de Obama, que adjudica a la soledad crónica un riesgo equivalente a fumar 15 cigarrillos diarios.
“Libertad” es la gran ganancia que, según este experto, encuentra la ciencia en pasar momentos sin interacciones sociales. “Nos permite relajarnos, llevar al límite nuestras emociones negativas hasta sentirnos mejor, restaurar y recargar las baterías agotadas por el exceso de sociabilización y abrir el espacio necesario en nuestra mente para que explote la creatividad y se solucionen problemas que parecían irresolubles. Podemos hacer lo que nos apetezca sin las restricciones que impone la mirada de otros, alimentar nuestra necesidad de privacidad y reflexión y, para mucha gente, es el único modo de concentrarse”, explica.
Quienes tienen control sobre su tiempo y conocen sus emociones se benefician más de la soledad
Nadie debería sentirse culpable por desear unos minutos de soledad, aunque ese anhelo excluya a hijos, pareja, padres o amigos. El experto solo pone una condición para sacarle partido: “La experiencia solo será positiva si la hemos elegido”.
La investigadora Jennifer L. Smith, del Matter Institute en Illinois, ha constatado que el poder de elección es lo que determina el modo de vivir la soledad. “Tenemos una actitud positiva ante el tiempo que pasamos solos cuando no nos sentimos forzados a renunciar a la vida social, y sabemos que la vamos a recuperar”, indica en por correo electrónico. “La soledad tiene mala reputación porque somos animales sociales y asumimos que los otros son infelices cuando están solos. No siempre es así. Además, se puede estar muy solo rodeado de mucha gente”, apunta.
No hay algo así como un tiempo mínimo estándar de micromomentos de soledad. La ciencia no ha podido determinar por qué a una persona le bastarían 10 minutos diarios y quizás otra necesitaría media hora. Virginia Thomas, profesora de Psicología del Middlebury College, invita a “tomarle el pulso a nuestras necesidades”. “Es una curva de aprendizaje, vamos aprendiendo de nosotros mismos. Si estamos irritados y se nos pasa cuando vamos a nadar o a dar un paseo, o si lo que nos calma es desaparecer unos minutos del radar de la familia”, dice Thomas en conversación con EL PAÍS.
También hay quien cree que no necesita ningún tiempo de introspección y soledad, y tiene verdadera aversión a enfrentarse consigo mismo. Tore Bonsaksen, profesor e investigador en la Inland Norway University de Ciencias Aplicadas en Noruega, aplica la teoría de la cámara de eco a lo que pensamos cuando nos quedamos solos. “Escuchamos nuestros pensamientos una y otra vez, amplificados y distorsionados, y, si estamos solos y además deprimidos, repetiremos en bucle ideas cada vez más negativas”, asegura vía correo electrónico. En una serie de 11 estudios realizados por la Universidad de Virginia y la Universidad de Harvard, un cuarto de las participantes mujeres y dos terceras partes de los hombres dijeron preferir una descarga eléctrica antes que pasar tiempo a solas con sus pensamientos.
“Para disfrutar la soledad hay que aceptar que es sana, y por esa razón debemos permitirnos y agenciarnos pausas sociales sin sentirnos culpables”, reflexiona Thomas, que estudia el impacto cultural en los modos de vivir la soledad. “En las sociedades y familias más colectivistas que valoran e identifican unidad con armonía cuesta hacer entender el valor de pasar momentos a solas sin que nadie se enfade”. El profesor Coplan cree que quien necesite quedarse solo debe hacerlo saber a su entorno más cercano. “Lo que demuestran las últimas investigaciones es que esos micromomentos de soledad mejoran mucho las relaciones. Habría que poder decir: ‘Te quiero y me gusta pasar tiempo contigo, pero necesito mi espacio, y eso va a ser bueno para los dos”.
Cultivar la soledad positiva nos ayudará a conocernos mejor y a diferenciar lo que nos interesa realmente de lo que hacemos arrastrados por las influencias y los hypes sociales. Algunos expertos creen que nos prepara para hacer mejores elecciones. “Funciona muy bien para reconocer a los amigos de relleno, esas relaciones que se mantienen porque de otra forma los viernes por la noche nos quedaríamos en casa”, ilustra Angela Grice, investigadora de la Howard University.
En un estudio de 2021, Virginia Thomas descubrió que pueden desarrollarse “habilidades específicas” para disfrutar de ciertas dosis de soledad sin convertirse en un lobo solitario. Más adelante, en otro trabajo aún sin publicar, demostró que esas competencias se entrenan, y en ocho semanas una persona puede mejorar su capacidad de disfrute de la soledad. Entre las habilidades que Thomas describe están la capacidad de conexión con uno mismo, la sabiduría para proteger nuestro tiempo y validar la necesidad de momentos de soledad, y el olfato para distinguir, por un lado, cuando estamos sobreestimulados y debemos salir a airearnos, y, por otro, cuando hemos tenido suficiente y debemos volver a buscar compañía.
“Lo mejor de ambos mundos”
Porque, dice Thomas, la ciencia ha dejado muy claro que la soledad es una experiencia positiva si la controlamos y la conseguimos equilibrar con la vida social. “El contrapeso ideal dependerá de las necesidades individuales. He entrevistado a personas de entre 18 y 99 años y las que viven las soledades más fructíferas son las que pueden relajarse y disfrutar su tiempo a solas porque saben que recuperarán su vida social cuando quieran. Tienen lo mejor de ambos mundos”. La mayor parte de los estudios muestra que las personas se benefician más de los momentos de soledad a medida que envejecen y adquieren más control sobre su tiempo y un mayor conocimiento acerca de sus emociones.
Los expertos consultados para este reportaje opinan que debemos ser “proactivos” en la búsqueda de micromomentos de soledad que nos generen bienestar.
Thuy-vy Nguyen es una psicóloga social que dirige el Laboratorio de la Soledad (Solitude Lab) de la Universidad de Durham, donde se pone a prueba la resistencia a la soledad de los individuos y sus reacciones cuando imaginan que nadie los ve, también se registran los beneficios de quedarse solo de vez en cuando, entre ellos la reducción del estrés, la regulación del estado de ánimo y la inducción al descanso y la relajación. Nguyen también es coautora de Solitude, uno de los tres libros, junto a All the Lonely People (Sam Carr) y Vivir en zapatillas (Pascal Bruckner), que publicará en otoño Ediciones Siruela en España, que esta temporada elogian el privilegio de estar voluntaria y temporalmente solo. “Cuando la gente se queda sola, aprovecha su libertad para perseguir sus objetivos a su ritmo, sin tener que responder a las demandas y expectativas del mundo social. Algunos usan ese espacio para disfrutar sus hobbies o soltar su creatividad. Otros prefieren leer, escuchar música o andar en la naturaleza”, cuenta Nguyen por correo electrónico.
Sus experimentos confirman que algunas personas se inhiben de disfrutar cuando están solos, especialmente si creen que están siendo observados. “Sobreestimar la atención que otras personas nos dedican y preocuparnos demasiado por su juicio nos impide relajarnos y disfrutar”, explica Nguyen.
Los expertos consultados para este reportaje opinan que debemos ser “proactivos” en la búsqueda de micromomentos de soledad que nos generen bienestar. Es más fácil de lo que parece y no hay que mutar en un ermitaño ni abandonar la civilización occidental. “A veces es suficiente con levantarse media hora antes que el resto de la familia y tomarse un café en silencio”, dice Nguyen. Al profesor Coplan le funciona comer solo algunos días en el trabajo, pero de niño se acostumbró a la “soledad acompañada”. Coplan contó a The New York Times que solía acompañar a su padre a pescar. Pasaban horas sentados en silencio, uno al lado del otro. “Era como estar solo sin estarlo”.
“Pasar tiempo a solas es crucial para las personas cuyas rutinas transcurren en una interacción social constante y con la demanda interminable de otras personas. Para otros no será tan difícil robar un momento de paz —el adulto promedio de Estados Unidos y el Reino Unido pasa alrededor de cuatro horas diarias solo—, en esos casos el problema consiste en aprender a gestionar ese espacio para que no se perciba la soledad como una pérdida de tiempo”, dice Nguyen.
Bonsaksen asegura que nuestra “larga lista de amigos pasivos” de las plataformas no nos protege de la soledad no deseada. “Es capital social, recursos que pueden ser útiles en algún momento. Sirven para que la gente presuma de estar bien relacionada, pero se necesita mucha más conexión e interacción con los otros para no sentirnos solos”, precisa. En su experiencia, la gente que ya se siente sola encuentra “difícil” conectar online con otras personas y, cuando lo consiguen, esas relaciones les parecen “superficiales”. “Desde el punto de vista de la conexión personal, las redes parecen funcionar mejor como una extensión de las relaciones que ya se tienen que como un terreno para establecer nuevas conexiones”.
Bonsaksen también distingue entre los usos que damos al teléfono cuando estamos solos. “Los usuarios activos chatean, publican y comentan; los pasivos scrollean y miran otros perfiles. Al menos un estudio ha relacionado la actitud pasiva en las redes con el ánimo depresivo que suele estar muy ligado a la soledad no deseada”. El teléfono puede confundirse con ese amigo que siempre está cuando todos ya se han ido. “No descansa y por diseño tampoco favorece que la gente descanse, envía alertas, notificaciones, sonidos y señales constantes. Para nadie es un secreto que, aunque digamos que usamos las plataformas, son ellas las que nos usan y acaban dando forma a nuestras vidas”. Nuestros preciados minutos de soledad podrían acabar contaminados desde una granja de contenidos de Shanghái o desde un aspersor digital de odio de la meseta castellana. En ambos casos acabaremos de mal humor sin saber exactamente por qué y, sobre todo, habremos perdido una oportunidad de ser felices. La soledad en dosis controladas es una poderosa herramienta para el bienestar. No hay que ceder a nadie la administración de ese superpoder.
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