Alexander Liberman, el “zorro plateado” que pasó 12 años persiguiendo a Picasso, Chagall o Matisse
El célebre editor llegó a acumular más de 10.000 retratos de artistas legendarios en la intimidad, tomados durante más de una década, para su obra maestra, el libro ‘The Artist in His Studio’, publicado en 1960
Este año, el espacio expositivo de EL PAÍS en la feria ARCO (del 6 al 10 de marzo en Ifema, Madrid) está dedicado a la relación de largo recorrido entre el pintor mallorquín Miquel Barceló y el fotógrafo hispano-francés Jean Marie del Moral. Cuatro décadas durante las cuales Del Moral ha documentado en imágenes la trayectoria vital y artística de uno de los pintores contemporáneos españoles más relevantes, c...
Este año, el espacio expositivo de EL PAÍS en la feria ARCO (del 6 al 10 de marzo en Ifema, Madrid) está dedicado a la relación de largo recorrido entre el pintor mallorquín Miquel Barceló y el fotógrafo hispano-francés Jean Marie del Moral. Cuatro décadas durante las cuales Del Moral ha documentado en imágenes la trayectoria vital y artística de uno de los pintores contemporáneos españoles más relevantes, con especial atención a su proceso creativo. Desde que coincidió con Joan Miró en su estudio de Barcelona, Jean Marie del Moral ha acumulado un extenso cuerpo de trabajo compuesto por imágenes de talleres de artistas, de Saura a Schnabel, de Campano a Tàpies.
El estudio del artista es un tema clásico para el arte figurativo. Como tal, no solo ha servido para sublimar la actividad y la propia figura de sus propietarios, sino que también se ha empleado con intenciones alegóricas, es decir, para aludir a ideas más abstractas o ambiciosas. En El arte de la pintura (1966), Vermeer realizaba una alegoría de la pintura misma, o quizá del acto creativo en general. En El pintor en su estudio (c. 1626), Rembrandt se representaba como empequeñecido ante su propia obra, de la que solo se ve la trasera, en un entorno más que sobrio donde destaca la paleta que cuelga en la pared desconchada. Gustave Courbet aprovechó para difundir un panfleto a favor del realismo en El taller del pintor (1855). Claude Monet, retratado por su colega Édouard Manet dentro de su flotante estudio-barco, representaba la necesidad de los impresionistas de salir al exterior incluso mientras permanecían dentro de su lugar de trabajo. Matisse retomaría la fascinación por el espacio de la creación en El estudio rojo (1911), de un sugerente monocromatismo. Picasso no perdió la ocasión de que lo fotografiaran en sus estudios con cierta frecuencia, con resultados especialmente satisfactorios gracias a Brassaï. Y cuando, en 1956, la expresionista abstracta Helen Frankenthaler fue retratada para la revista Time por el fotógrafo Gordon Parks, se mostró sentada sobre una de sus pinturas en una esquina de su taller. De ello tomó buena nota en tiempos mucho más recientes el británico Damien Hirst, que al presentar en 2020 su serie de carísimas pinturas de gran formato Cherry Blossoms se aseguró de que el público lo viera en plena faena, con la ropa convenientemente manchada de pigmentos, un poco a la manera de Barceló para Del Moral: “Esto es pintura de verdad”, clamaban esas instantáneas. “Así que valen de largo el precio que se pide por ellas”.
Por muy manifiestamente posadas que sean estas imágenes, pervive el mito de que retratar el espacio de trabajo del artista equivale a capturar algo auténtico y esencial que pertenece a su proceso creativo, a él y solo a él. Como demostración de que esta relación sigue dándose por buena basta recordar que el pasado julio se vendieron por 450.000 dólares unos NFTs de fotos de las manchas de pintura del suelo del estudio de Jackson Pollock.
Pero fue Alexander Liberman (Kiev, 1912-Miami, 1999) una de las personalidades que en mayor medida contribuyó a forjar esta aura mitológica del estudio artístico como cofre de la quintaesencia creativa, gracias a su exposición fotográfica The Artist in His Studio, inaugurada en octubre de 1959 en el MoMA de Nueva York, que un año después trasladaría al formato de libro. Para llegar hasta las más de 10.000 fotos de que en total constaba la serie (de las que en el MoMA solo 150 se vieron), Liberman se había pasado doce años persiguiendo a algunos de sus artistas favoritos en sus talleres. Entre los 24 creadores se encontraban Pablo Picasso (“sin duda, el artista más fotografiado del mundo”), Georges Braque, Marc Chagall, Alberto Giacometti, Henri Matisse, Fernand Léger, Jean Arp, Max Ernst o Jean Dubuffet. Y, por cierto, solo tres mujeres: Natalia Goncharova, Marie Laurencin y Germaine Richier.
Las imágenes prestaban especial atención al instrumental de trabajo: “Sus paletas y mesas de trabajo, los objetos de los que han elegido rodearse, están registrados, y sus personalidades se revelan al ser fotografiados trabajando o conversando”, rezaba el texto de la nota de prensa divulgada entonces por el museo neoyorquino. En 1960, cuando se publicó el correspondiente fotolibro, un best-seller en su género, Liberman escribiría en él: “Intenté relevar el núcleo del acto creativo, mostrar el proceso creativo en sí, y por tanto relacionar la pintura y la escultura con la corriente de la búsqueda de la verdad por el hombre”.
Alexander Liberman nació en Kiev (Ucrania) durante los estertores del régimen zarista, vástago de una familia judía burguesa e ilustrada. Su padre era un comerciante de maderas que acabó trabajando para el gobierno bolchevique, y su madre había dirigido el Teatro Infantil Estatal de Moscú. Ante la evolución de la situación política en la Unión Soviética, y con permiso expreso de Lenin, a la edad de 9 años lo enviaron a un internado en Londres. En 1924 se trasladó a París, donde pudo reunirse con el resto de su familia, que ya había emigrado desde Rusia. En Francia cursó estudios de arquitectura y pintura en la École des Beaux-Arts. Sin haber cumplido la veintena, fue contratado por el semanal Vu, donde ejerció como director de arte. Estéticamente innovadora y políticamente comprometida, la revista mostró el trabajo de fotógrafos como Brassaï o Gerda Taro, y proporciono a Liberman numerosos contactos en el sector editorial. Tras la ocupación nazi, en 1941, Liberman y sus padres huyeron del país con destino a Nueva York. Les acompañaban una amiga de la infancia, Tatiana du Plessix, la glamourosa viuda de un barón francés fallecido en la guerra, y su hija Francine. Poco después, Liberman y Du Plessix se casaron, para construirse en Nueva York un fabuloso estilo de vida compuesto de agenda y oropel del que Francine du Plessix daría cuenta en la novela autobiográfica Ellos (Periférica). Allí, su madre –que alcanzó cierto renombre como diseñadora de sombreros para los grandes almacenes Saks– y su padrastro quedaban retratados como dos semidioses trasplantados al corazón de Manhattan, creativos, egocéntricos e infinitamente seductores, que cuidaban tanto sus relaciones sociales como desatendían las necesidades básicas de la niña Francine, aquejada de malnutrición severa.
Además de fotógrafo y editor, Liberman fue artista plástico, aunque el tiempo ha demostrado algo dudosa la vigencia de sus pinturas y sus esculturas de metal, adscritas a un decorativismo minimalista muy en boga, que sus colaboradores realizaban a partir de las instrucciones que él les dictaba, en ocasiones por teléfono. Fue en el ámbito de las revistas de lifestyle donde demostró un talento más perdurable. Gracias a su experiencia anterior en Francia, al poco de llegar a Estados Unidos fue contratado por la revista Vogue como asistente de su director artístico, Mehemed Fehmy Agha, con el que se llevó a matar, y al que en solo un año acabó remplazando. De la mano de Liberman, la cabecera propulsó sus ventas y pasó de ser un objeto exclusivo para ciertas élites a una revista al mismo tiempo aspiracional y popular, que captaba la energía de la vida moderna para devolvérsela amplificada a su público. Liberman tenía ojo y talante para armonizar la baja y la alta cultura, lo artístico y lo decorativo –no temía colocar a una modelo vestida a la última moda ante un enorme lienzo de Pollock ante la cámara de Cecil Beaton–, y un criterio impecable para elegir fotógrafos –Irving Penn, Richard Avedon, David Bailey, Deborah Turbeville–, sin descuidar la calidad del texto. Críticos de arte del prestigio de Harold Rosenberg o Barbara Rose también colaboraron en sus páginas.
Tras dos décadas en Vogue, Liberman fue ascendido a director editorial de todas las publicaciones del grupo Condé Nast. En 1971 colocó a Grace Mirabella como editora jefe de Vogue en sustitución de Diana Vreeland, cuya visión había perdido algo de capacidad para asegurar la adhesión de los lectores, y con ello dio un giro más pragmático a su filosofía (a finales de los ochenta llegaría el reinado de Anna Wintour, una sucesión de la que Mirabella se enteró por la prensa). Aunque Liberman fue sustituido en su puesto por James Truman en 1994, siguió como vicepresidente editorial de Condé Nast, empresa donde se le conocía como The Silver Fox (“el zorro plateado”), hasta su fallecimiento.
Hoy su trabajo para poner en imágenes el aura de los espacios artísticos sigue siendo una referencia para cualquier fotógrafo que quiera aproximarse a este tema. En el libro It’s modern: The Eye and Visual Influences of Alexander Liberman (Rizzoli), de Charles Churchward, el historiador John Richardson, uno de los mayores expertos mundiales en Picasso, afirmaba: “No sé si Liberman se daba cuenta de lo importante que esto sería para gente como yo mismo. Se las arregló para fotografiar cómo vivían [los artistas], y tenía un ojo brillante para el detalle elocuente”.