Bodegas Alfaro, encanto antiguo en Lavapiés

El establecimiento lleva casi un siglo de diario homenaje al flamenco, la vida de barrio y la cerveza sobre barra de estaño

La taberna Bodegas Alfaro está ubicada en el 10 de la madrileña calle del Ave María.Jacobo Medrano

Un cartel del Agujetas, que anuncia un concierto que sucedió el siglo pasado, observa desde uno de los rincones de esta taberna singular y casi centenaria, Bodegas Alfaro, hogar de flamencos y vecinos de un Lavapiés cada vez más difuso. En otra pared se puede ver un pequeño altar de fotografías y retratos dedicados a Juan Moneo, El Torta, cantaor jerezano que tomó Madrid como su segunda casa a finales de los noventa. Y si se levanta la cabeza, no es difícil toparse con homenajes a figuras que fueron historia del género: Fernanda de Utrera, Diego Rubichi, José Menese.

Lavapiés, y sus alrededores, han sido históricamente un lugar donde el flamenco ha florecido. El Alfaro, junto con otros espacios míticos como El Candela o Casa Patas, ha formado parte de la vida cultural y nocturna de un Madrid en el que la farra y la nocturnidad se mezclaban fácilmente con el aperitivo y el tapeo más distinguido. A finales de los ochenta, era común encontrar a artistas tocando y cantando en las peñas y bares que se abrían paso a uno y otro lado de las calles Lavapiés, Ave María o Mesón de Paredes. Hay multitud de historias de artistas flamencos, como El Capullo de Jerez, Rafael Riqueni o Diego el Cigala, que discurren paralelas al devenir de estas vías y tabernas. El barrio —no debe olvidarse— fue el epicentro de un movimiento que tuvo su apogeo en los noventa, y que definió una manera casi callejera y suburbial de acercarse al cante. Y poniendo en el centro reuniones espontáneas, celebradas por peñas de aficionados al flamenco, que muchas veces se extendían hasta el amanecer.

Las especialidades de la taberna son tapas de salazones, conservas y la cerveza de grifo.Jacobo Medrano

De hecho, fue gracias a una de estas peñas que Bodegas Alfaro se salvó de su desaparición. Todo ocurrió en torno al año 1997, cuando una serie de clientes decidieron hacerse con ella ante su inminente cierre. “Fundada sobre una antigua bodega, se instala esta sucursal de Bodegas Alfaro en 1929″, escribe sobre su historia Carlos Osorio, en Tabernas y tapas en Madrid (2004, La Librería). “Es el ejemplar característico de bodeguita de la esquina”. Originalmente fundada por la familia Alfaro, este espacio estaba destinado a cerrar cuando Manuel Alfaro, su propietario en aquel momento, anunció que no tendría herederos que continuaran con el negocio. Fue entonces cuando este grupo de amigos decidieron hacerse con el lugar y mantenerlo en funcionamiento como punto de encuentro para los amantes de la vida tabernera, el tapeo con pedigrí y la afición al flamenco más puro.

Antes de su modernización, el Alfaro era un despacho de vinos con un ambiente más bien austero, caracterizado por los azulejos blancos y las grandes tinajas para el vino a granel. La reforma que se hizo a finales de los noventa permitió que resaltará mucho más el encanto del lugar, al dejar a la vista las paredes de piedra y ampliar la oferta gastronómica. De esa época son platos sencillos que aún permanecen en la carta, como el famoso salmorejo, las chacinas, el laterío fino y el producto de calidad importado del sur. Es en esos años cuando también se introduce el vermut (Miró), servido en frasca, y se mantiene la tradición de servir cerveza de grifo.

La singularidad y belleza del Alfaro reside en esa dualidad tan propia del lugar. En sus muros conviven las fotos de cantaores junto a las pizarras que anuncian las raciones y canapés por las que se han hecho populares: de la cecina de vaca (de León) al queso manchego, además de sus imprescindibles anchoas del Cantábrico, y unas salazones que importan desde Barbate de la mano de Herpac; hay mojama, sarda (albacora anchoada), melva con pimientos, huevas, sardinas en vinagre. Todo ello se saborea mejor con una caña bien tirada, y apostado en uno de los huecos de su combada y preciosa barra de estaño, con un primer zócalo de piedra que la sujeta. Algunos dicen que es una de las más antiguas de Madrid.

Rincón de la taberna Bodegas Alfaro, con un fragmento del antiguo cartel del establecimiento en la pared. Jacobo Medrano

De algún modo, esta taberna es símbolo del pasado, pero también de un presente inquieto. Un oasis que no vive ajeno a la voraz transformación del barrio. Sus paredes, sus anaqueles y mucha de su clientela son sinónimo de resistencia a la gentrificación y la presión inmobiliaria de Lavapiés. A pesar de la subida de los alquileres y de la destrucción casi total del tejido asociativo del barrio, también de sus pequeños comercios, ahí sigue el Alfaro. Es, además, un remanso de paz en sus mediodías. Si por las tardes cuenta con una clientela que desde bien pronto llena mesas y barra, durante la semana, a la hora del aperitivo, las tornas cambian y el ambiente es mucho más disoluto. Sin duda, el Alfaro se transforma en un trasunto de tabanco jerezano (con permiso de la cercana La Venencia), con un fino de González Byass en las manos y una tapa de mojama para acompañar.

Acercarse hoy por el Alfaro es una forma de hacer barrio, de mantener la esencia de una ciudad que desaparece más rápido de lo que nos pensamos. Mientras todo se mueve a su alrededor, como si no pudiéramos hacer nada, estas bodegas marcan el camino a seguir. Una dirección que construye un Madrid real, cercano y con un guiño al pasado, el de aquel flamenco que fue y sigue siendo puro. Como sus salazones y chacinas.


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