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¿Por qué asociamos el turrón con la Navidad? Entre la leyenda y la necesidad

Los tres ingredientes imprescindibles (almendras, miel o azúcar y huevo) eran muy caros, por lo que su aparición estelar en las despensas era puntual

Los dulces tradicionales están fuertemente ligados a los calendarios religiosos. Basta echar una ojeada a las elaboraciones de las tres grandes religiones monoteístas para percatarnos de que cada momento solemne lleva aparejado una elaboración dulce, un sabor siempre deseado, pero escaso y difícil de adquirir, un pequeño estallido de felicidad en una vida llena, la mayoría de las veces, de amarguras y sinsabores. El turrón que “vuelve a casa” por Navidad (el nuestro y el de todos los rincones del Mediterráneo donde se han mezclado los frutos secos con la miel o el azúcar), no escapa a esta lógica de la escasez y el pragmatismo revestido de fe religiosa que nos obligaba a saborear tan solo en momentos puntuales lo que se consideraba un lujo, un destello de pueril pecado.

Las teorías sobre el origen del turrón son muchas, algunas puras conjeturas cogidas con pinzas a partir de similitudes lingüísticas (una leyenda popular atribuye el nombre a un confitero llamado Pere Torró, quien ganó un concurso de pastelería en 1703 para crear un dulce que se conservara bien durante el asedio a la ciudad). Pero, en realidad, ocurre lo mismo que con la mayoría de las elaboraciones básicas como la mahonesa o mayonesa, la pasta, las gachas o el propio pan: pudo originarse en cualquier lugar del Mediterráneo, “entre Algeciras y Estambul”, donde se consumieran abundantes frutos secos mezclados con miel. Es porque estos dos elementos juntos proporcionan gran cantidad de energía y se conservan, ergo, se pueden transportar, con gran facilidad. Los atletas griegos, los vendedores ambulantes del cupedia —dulce de almendras y miel que se consumía en la antigua Roma—, los habitantes de la Córdoba del siglo XI, los valencianos del Renacimiento o los criados sevillanos del siglo XVI que describe Lope de Rueda zampándose a escondidas su “libra de turrón alicantino”, todos probaron algo parecido al turrón.

La familiaridad y relativa disponibilidad de los ingredientes a lo largo de las tierras que rodean el Mare Nostrum explica que los sardos preparen el turrón de Tonara a base de miel de Cerdeña, almendras, nueces y claras de huevo; los occitanos y aragoneses gusten del nogat y el guirlache por influencia provenzal o, incluso, los turcos coman halwas a base de tahini (pasta de sésamo), azúcar y mantequilla, con adiciones de frutos secos (pistachos, nueces). Como bien dice el historiador de la gastronomía Francisco Abad Alegría, autor de En busca de lo auténtico (Trea 2017) las cocinas no son compartimentos estancos. Se tiende de “lo general a lo particular” que, es, por otra parte, lo más interesante de toda esta historia en continuo proceso de transformación. A día de hoy, habida cuenta de que el turrón se ha convertido en un cajón de sastre de sabores sorprendentes, aupados por el afán de creatividad de los cocineros y el deseo de desestacionalizar este “superalimento”, los turrones nos rodean dos meses antes de las Navidades. ¿Pero, por qué durante estas fechas?

Básicamente, porque los tres ingredientes imprescindibles (almendras, miel o azúcar y huevo) eran muy caros, por lo que su aparición estelar en las despensas era puntual. En la España imperial de Carlos V, el turrón llenaba las arcas reales sólo en las fechas navideñas y se utilizaba como forma de agasajar a los aristócratas. Tanto es así que su hijo, Felipe II, tuvo que ordenar a los alicantinos que fueran más comedidos con sus regalos a abogados y gestores si querían controlar los gastos de la ciudad.

Por otra parte, los frutos secos, principalmente almendras, avellanas y nueces, se recogen a partir de finales de agosto y durante los primeros meses de otoño, momento en que se secan y se utilizan en diversas preparaciones, dulces o saladas. La cocina de la Edad Media —el manjar blanco es un ejemplo— no se entendería sin especias, azúcar y almendras. Tres productos, por cierto, que se aclimataron en la Península Ibérica gracias a los conocimientos de agronomía árabes introducidos en Al-Ándalus, influenciando, posteriormente, a las cocinas cortesanas de toda la Europa medieval que veían en los gustos orientales un signo de refinamiento. La leyenda del Califa que obsequió a su esposa escandinava con un campo de almendros floridos que le recordasen a sus natales paisajes nevados es tan solo una manera de embellecer el origen de un cultivo esencial en la cultura alimentaria mediterránea.

Junto a esos grandes campos de almendros se vieron también, por primera vez en Europa, los cultivos de caña de azúcar. Fue en el Levante español, de Almuñécar a Valencia, donde las primeras plantaciones de esta valiosa gramínea tropical se dieron con éxito en el Viejo Continente para seguir su camino hacia América en el siglo XV, previo paso por Canarias.

Tras los primeros cargamentos del azúcar americano en el XVII llegaron también las novedades en el sector turronero, como, por ejemplo, la separación de la elaboración de los turrones en dos gremios distintos, quedando los de molienda o de mazapán para los confiteros especializados. El resto, los llamados turrones de cocción (de Alicante, Jijona, guirlache, terronico, etc) con miel, quedaron en manos de elaboradores que, en su gran mayoría, eran también campesinos que tenían en el turrón un complemento económico en la vida agrícola.

Durante el invierno, las tareas del campo disminuían, eran menos exigentes, por lo que los alicantinos podían dedicarse a su preparación y acudir a todas las ferias anuales del invierno que pueblan el mapa con los productos locales. Así sigue haciéndose, por ejemplo, en Salamanca, donde las turroneras de La Alberca venden, como antaño, sus turrones preparados con la miel de la Sierra de Francia en la Plaza Mayor de Salamanca. Y así se hizo hasta mediados del XX con la llegada de los turroneros a las grandes ciudades españolas a finales del noviembre. Su presencia en torno a los grandes mercados alegraba a los ciudadanos que tan solo probaban el turrón una vez.

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