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Por qué es mejor comer en (buena) compañía

No es solo el qué, también el cómo: los estudios nutricionales y las guías dietéticas destacan el papel de la comensalidad y las relaciones personales en la salud, el vínculo con la comida y la elección de alimentos

Tres mujeres comen en una terraza de Valencia.MONICA TORRES

De la fresa al musgo de Irlanda, del tenedor al funderelele y del arrurruz a la yogurtera: el diccionario de la Academia Iberoamericana de Gastronomía (Lid, 2019) define más de 7.000 expresiones vinculadas a la cocina y la alimentación. “Comer” no es una de ellas. No está. Será que reducirla a un acto fisiológico, a un proceso mecánico, a un listado de recetas o a un conjunto de nutrientes no basta para asirla en toda su complejidad. El significado profundo de comer no cabe en un párrafo. Tampoco en dos.

Mientras el musgo de Irlanda es “un tipo de alga comestible”; el arrurruz, “una raíz que se consume como harina”; y el funderelele, “la cuchara sacabolas del helado”, comer es más que triturar alimentos con los dientes o darle al organismo los nutrientes necesarios. La alimentación es un cruce de caminos; una superposición de planos. Por eso cada vez hay más recetarios que incorporan el prisma de la salud y viceversa: estudios nutricionales que tienen en cuenta la dimensión social de la comida.

La conocida pirámide alimentaria, por ejemplo, ya no es como antes. Ahora tiene más niveles en su base que incluyen, entre otras cosas, las actividades culinarias, el consumo de alimentos de temporada y la sociabilidad. La “nueva pirámide de estilo de vida mediterráneo para niños y jóvenes”, publicada este mes en la revista Advances in Nutrition, es más que un esquema de alimentos agrupados; ilustra un modo de entender la comida como un nexo personal y cultural.

El valioso tiempo de la comensalidad

El encuentro con otras personas es un ingrediente fundamental de nuestro estilo de vida. Comer en una mesa en compañía —la comensalidad— y el disfrute compartido de ese momento —la convivencia— son tan importantes como aquello que ponemos en el plato. “Ambas pueden traducirse en múltiples beneficios para la salud, como un mejor estado de ánimo, una reducción del estrés, una mejor ingesta de nutrientes y un mejor bienestar general”, exponen los investigadores del Instituto de Salud Carlos III y del Centro de Investigación Biomédica en Red de Fisiopatología de la Obesidad y la Nutrición (CIBEROBN).

No son los únicos. Una revisión científica publicada en Apetite en 2018 califica a las comidas familiares como “un momento valioso” porque se asocian a múltiples beneficios para los niños y adolescentes, como un mayor disfrute de los alimentos y una ingesta menos inquieta y emocional. Comer juntos de manera habitual, con horarios estructurados, incluso puede desempeñar un papel en la reducción de la obesidad infantil porque se tiende a elegir alimentos más nutritivos y a seguir una dieta más equilibrada.

Un estudio posterior sobre la dieta mediterránea en familias con adolescentes, publicado por investigadores de la Universitat Oberta de Catalunya y la Universidad Autónoma de Barcelona, justifica que el placer de compartir las comidas con personas significativas, como familiares y amigos, crea un sentido de comunidad y contribuye a perpetuar ese patrón dietético de generación en generación. De ahí que las guías más recientes en España pongan énfasis en la importancia de comer con tranquilidad, acompañados y disfrutando de la comida.

Y aquí está la clave, porque comer en compañía no equivale a comer con cualquier persona ni a hacerlo de cualquier manera. Para que el encuentro tenga sentido y produzca esa conexión beneficiosa, hay que tener en cuenta la frecuencia, la mesa, la falta de distracciones digitales, las conversaciones agradables y el tiempo dedicado a la comida. “Los estudios dicen que la comensalidad mejora la calidad dietética, presuponiendo que hay una buena convivencia”, observa el dietista-nutricionista Julio Basulto. “En el caso de los niños, si hay chantajes con la comida, presión o coacción, la experiencia cambia por completo. La calidez en el hogar mejora la ingesta; la hostilidad, la empeora”.

Esta lógica es extrapolable a las personas adultas. Como indica Basulto, “es difícil comer bien si estás en una mala situación”. También lo es cuando no tenemos con quién compartir las comidas, pese a que haya excepciones, como el creciente placer de salir a comer a solas. Una cosa es disfrutar en solitario de una experiencia gastronómica por elección y otra, la soledad no elegida ante la mesa.

El impacto de comer en soledad

En España, el porcentaje de personas que comen solas va en aumento, tanto en la comida como en la cena. En promedio, un 23 % de los adultos comen o cenan solos entre semana, según desvela un estudio publicado en 2022 por la Fundación Mapfre y el Instituto Alimentación y Sociedad de la Universidad CEU San Pablo. A su vez, desciende de manera acusada el porcentaje de población que come conversando con alguien. Con compañía o sin ella, la tendencia actual es ver la televisión o el móvil mientras comemos o cenamos.

Alimentarnos aislados reduce el momento a una de sus dimensiones —la fisiológica— y lo despoja de toda profundidad afectiva y social. Pero, además, empeora las elecciones dietéticas, las que son puramente alimentarias. El estudio EPIC-Norfolk sobre salud y envejecimiento de la Universidad de Cambridge destaca, por ejemplo, que las personas mayores de 50 años que viven solas consumen menos vegetales que las que están en pareja; también, que la combinación de viudez y vivir solo aumenta el riesgo de tener una dieta de baja calidad, y que el aislamiento social tiene un impacto negativo en la salud equivalente a fumar 15 cigarrillos al día.

“La dieta de las personas no es fija: cambia con el tiempo”, expone el documento, que se publicó en 2013 tras hacer un seguimiento dietético de 25.000 personas durante 20 años. “La capacidad de comer de manera saludable está influenciada por el entorno social de una persona, incluidos factores como el matrimonio, la convivencia, la amistad y la interacción social en general. A medida que las personas envejecen, es menos probable que coman bien y, cuando las personas mayores viven solas, su dieta a menudo se ve afectada”.

Como razona el catedrático emérito de Antropología Social de la Universidad de Barcelona, Jesús Contreras, en su libro ¿Seguiremos siendo lo que comemos? (Icaria, 2022), la carga simbólica de «tener que comer solo» es muy grande: “El cocinar, como el comer, solo parece adquirir sentido dentro de la relación social. La frialdad de los platos sencillos y la tristeza del sentarse solo a comer para saciar el hambre se contrapone a la calidez y la ilusión de las comidas compartidas […]. Frente a la ausencia de comensalidad, el comer se ‘desocializa’ e incluso parece que se ‘deshumaniza”.

La soledad frente al plato nos deja muchas veces sin todo eso que le da un sentido a la comida, más allá de su cometido básico, que es evitarnos morir de inanición. Dificulta que hagamos una elección de alimentos con mimo, que preparemos las recetas de manera más o menos esmerada o que entablemos conversaciones en la cocina y en la mesa. La merma de las relaciones personales también reduce las oportunidades de disfrutar de todos los matices que ofrece la gastronomía. Ofrenda, goce, planificación y cuidados, comer es más que el aporte de fibra, el recuento de vitaminas o la cantidad de carbohidratos. Es una expresión de cultura y un potentísimo cohesionador social.

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