El verdadero sentido de la comida en Navidad
Las fechas señaladas en el calendario en las que cíclicamente pasan cosas idénticas marcan dónde clavamos la aguja con el hilo que junta los años unos con otros
Emergió de entre los árboles de la riba de uno de los muchos torrentes que troquelan la ciudad como Radagast “el Pardo”, el viejo mago amante de las lianas, las enredaderas, las mariposas y los pájaros, ensangrentada, con la ropa sucia de barro, y el pelo enmarañado decorado con ramitas y hojas, sonriendo. “¿Que adónde iba? Pues a casa. ¡Qué tontería de pregunta!”, replicaba, extrañada —la casa de la que hablaba, la casa donde nació y que puede describir a la perfección, lleva veinte años derruida—. “¡No estoy perdida! ¡Sé perfectamente adónde voy! Me voy con mi madre”, respondía, sorprendida —su madre murió hace cuarenta años—. Pasó el resto de la noche y la mañana en el hospital, relajada y contenta, comiendo gelatina de fresa, ajena a los diez puntos de sutura en la cabeza, a los escáneres y a las radiografías, rodeada de gente con cara de susto, que habían pasado la noche en vela y en ascuas, buscándola. La tarde anterior, Mercedes se subió a un árbol, saltó la verja de metro y medio que bordea y limita el jardín de la residencia y se marchó. Se esfumó.
Es una de esas abuelas afables al lado de las cuales es sencillo sentirse bien. Es educada, risueña, menuda, de paso decidido, y muy cariñosa. Siempre ha prestado especial atención a ir bien peinada y mantenerse atareada. Viste impecable y huele a polvos de talco. Sus manos tienen el tacto del papel fino y quebradizo que recubre los cajones de las cómodas antiguas. Además, le flipan los dulces, y las personas golosas son fáciles de querer.
De un tiempo a esta parte no anda demasiado bien de salud. Físicamente, está fuerte como un roble, pero el alzheimer se la come por dentro poco a poco. Es por este motivo que su numerosa familia ya hace años que se reúne en su minúsculo piso para celebrar la Navidad: para marearla lo mínimo imprescindible.
Cocinan cada uno en su casa los días previos. Yernos, nueras, hijos, nietos, hermanos y primos viajan la mañana señalada con ollas en el asiento de atrás y en el maletero, envueltas en mantas y en toallas para que no vuelquen en las curvas. Al llegar a destino, como hormigas obreras, se dispersan y despliegan trastos y cacharros en esa cocina diminuta con sus tres fogones y su horno a pedales que no calienta.
Comen en su salón. Hay niños sentados en el reposacabezas del sillón y en el respaldo del sofá, y adultos en taburetes. El ágape se sirve en la vajilla preciosa de cuando la abuela se casó. La mesa se viste con el mantel bordado que heredó de su madre. Contra todo pronóstico, a la mesa terminan llegando los aperitivos, la escudella, los galets gigantescos, las viandas de la olla, la cazuela de pato asado con frutos secos, las fuentes con pirámides levantadas con lingotes de turrones cortados, las neulas y los bombones. Todo cuando toca y en abundancia. La bandeja de los dulces, por cierto, tiene que estar escondida en el armario de encima de la tele hasta última hora, y no puede dejarse en la mesa desatendida, porque a la que se despistan, Mercedes se abalanza sobre ella, furtiva y salvaje, agarra el turrón a puñados y se llena los bolsillos y los carrillos de tal manera que al verla es imposible no partirse de risa: parece una ardilla pillada in fraganti con los abazones repletos de bellotas.
Ella se olvida a menudo de quiénes son los que le rodean, de dónde está y de que ya comió hace diez minutos, pero recuerda perfectamente tres cosas: los villancicos que aprendió en su infancia —y que suenan a lo largo de la velada, ininterrumpidamente, desde un reproductor de cedé que funciona en bucle—, los turrones y la escudella de Navidad. El menú que se sirve cada año en esa mesa ese día del año es el que se sirvió cada uno de los años anteriores en todas las mesas de esa familia desde que el tiempo es tiempo. Y así será para siempre.
El sentido de las tradiciones se lo da el mantenerlas. De forma recíproca y simultánea, mantener las tradiciones también nos llena de sentido a nosotros. Las fechas señaladas en el calendario en las que cíclicamente pasan cosas idénticas marcan dónde clavamos la aguja con el hilo que junta los años unos con otros. Estas puntadas mantienen unidas lo que otrora serían postales, recuerdos puntuales, imágenes aisladas, sueltas, y las convierte en una historia que puede ser contada como un cuento tanto individual (de atrás hacia adelante) como colectivo (del centro hacia los lados, a través de aquellos con quienes compartimos el ritual). La gran comida tradicional de Navidad es una de las puntadas más bonitas de ese gran bordado. Si alguna vez dejase de estar presente, en la forma concreta que toma en cada hogar de cada rincón del mundo, cada uno de nosotros seríamos un poco menos nosotros y más un alguien cualquiera, dispersos.
Parafraseando a Gustav Mahler: “La tradición no es rendir culto a las cenizas, sino mantener el fuego encendido”. Encima de ese fuego, la gran olla de caldo, la cazuela de asado o la bandeja de besugo de cada año están para recordarnos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos, si alguna vez lo olvidásemos; y para hacernos sentir en casa y acompañados. Pase lo que pase.
Muy feliz Navidad.