Alubias de España: las variedades que deberías conocer están en su mejor momento
Forman parte de los grandes platos de cuchara, se extienden por todo el territorio y hay que estar alerta de los posibles fraudes que existen
Las alubias que hoy consumimos en España (Phaseolus vulgaris) llegaron desde América en el siglo XVI para quedarse. Aunque en la Península se consumían sobre todo habas, garbanzos y lentejas, las nuevas legumbres tuvieron más suerte que las patatas —repudiadas hasta finales del XVIII— y los tomates y en el siglo XVII ya se cultivaban en las regiones menos áridas y con mayor pluviometría. Ayer, como hoy, explicaba Ismael Yubero en Alimentos con historia, sus beneficios nutricionales fueron avalados por los científicos de modo que empezaron a plantarse con éxito habichuelas en Andalucía, fesols en Valencia, caparrones en la Ribera del Ebro, mongetes en Catalunya, alubias en Galicia y fabes en Asturias. Y así surgieron los peroles andaluces o potajes, las cazuelas murcianas, las olletas valencianas, las escudellas catalanas, los potes gallegos y las fabadas asturianas que, dicho sea de paso, no existían en tiempos de Don Pelayo, de manera que su intervención en la derrota de las huestes árabes es tan solo una leyenda.
Las alubias, judías o como se les denomine en cada terruño son, como todas las semillas, un verdadero bote salvavidas. Se almacenan bien, se transportan bien y permanecen inalterables durante años una vez secas. Cada grano es, a su vez, una nueva vida en potencia, por lo que el hombre las ha cultivado desde tiempos del Neolítico con la esperanza de su multiplicación en forma de nueva cosecha de ricos y energéticos carbohidratos. Lo que el hombre de hace 10.000 años no sabía —tal vez, simplemente, observaba e intuía— es que las alubias ayudan a fijar el nitrógeno en el suelo, nutren y fertilizan la tierra y ayudan a los cultivos con los que se asocia, generalmente cereales (las matas de alubias trepan por el maíz buscando la luz), formando una simbiosis perfecta. En un momento de transición hacia plantaciones más sostenibles, las alubias son agentes del cambio.
A mediados de octubre suele llegar a los mercados la nueva cosecha, tras los garbanzos y las lentejas que ya hicieron su aparición a finales del verano. Nos acompañarán durante todo el invierno para formar parte de los grandes platos de cuchara, tradicionales o innovadores, pero siempre socorridos, saludables y sostenibles. La paleta de tamaños, sabores, texturas y colores abarca desde el blanco marmóreo más reluciente en la catalana mongeta del ganxet, el canela más delicado de la alubia leonesa, la pinta salmantina hasta el negro azabache más intenso de la alubia de Tolosa.
Sin embargo, las alubias han ido perdiendo peso en nuestras cocinas. Tildadas injustamente de pesadas, contundentes o excesivamente calóricas, la cocina del siglo XXI ha ido arrinconando la antigua e inteligente combinación de verduras y hortalizas de temporada, legumbres y algo, no necesariamente, de carne o pescado. Josep Bernabeu, doctor en Medicina y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad de Alicante, cuenta que “la fortaleza de estos platos tradicionales estaba basada, precisamente, en la aportación de las legumbres, una proteína vegetal de cualidad, con verduras y hortalizas de la estación. La carne, que estaba muy limitada en el pasado, se añadía de manera excepcional”. Bernabéu considera que “la pérdida de esta gramática culinaria en la que se daba esta combinación idónea ha sido un problema porque hemos sustituido esto por otra gramática de yuxtaposición donde el elemento central es la carne o el pescado y unos productos vegetales de adorno que suelen acabar en los desperdicios de la cocina”. A la falta de tiempo como argumento para no consumirlas, Bernabéu contesta que hoy en día contamos con la tecnología necesaria para acortar tiempos. “Es cuestión de organizarse y tomar conciencia de que hay que cambiar el chip y dedicar tiempo a la alimentación”.
Siempre certificadas
Para aclarar dudas respecto a su preparación es imprescindible comprarlas en tiendas especializadas que nos alerten ante posibles fraudes, como el de los fesols de Santa Pau con DOP, que solo se vende en saquitos que certifican su origen (es habitual vender a granel una alubia arrocina cuatro veces más barata y hacerla pasar por esta variedad de la Garrotxa), o el de la faba asturiana que está siendo sustituida por una variedad boliviana menos costosa. Cuando sea posible, es mejor adquirirlas en temporada. Las alubias grandes como los judiones de la Granja, las alubias leonesas de La Bañeza, las palentinas de Saldaña o las fabes gallegas de Lourenzá se ablandan antes. Si se compran in situ al productor, mejor que mejor, porque algunas tienen una producción muy pequeña, como la finísima verdina asturiana, el “boliche” del pueblo oscense de Embún que se prepara simplemente con un poco de oreja y huevo cocido, o las pequeñitas alubias del manto de la Virgen o Alubia del Pilar, alubias con una graciosa motita de color canela que se guisan “viudas”, es decir, sin nada más que ajo, aceite de oliva y laurel. Algunas, además, cuentan con un distintivo de calidad como la alubia de Gernika que tiene el sello Eusko Label. Son una delicia guisadas con berza y morcilla de Beasain.
Todas, sin excepción, necesitan remojo la noche anterior y fuego lento, pero el resultado es magnífico. Son fáciles de conservar en la nevera durante tres o cuatro días donde ganarán en sabor —siempre que no lleven arroz— y se pueden congelar en potes herméticos después de cocidas para añadir a una vegetal y sencilla olla de Almagro manchega con alcachofas, judías verdes, apio y pimiento choricero, rematar una paella al más puro estilo valenciano con garrofó de la terreta, comer unes seques amb butifarra, preparar ensaladas de alubias y bacalao, tuppers nutritivos con legumbre y un buen bonito en conserva, añadirlas a unos chipirones con almejas… Y suma y sigue, porque una alubia, ya lo dijo Disney, es una “judía mágica”.