Jamón batido, el origen de la tapa inesperada que se ha convertido en una enseña de Zaragoza
Esta tapa de la capital aragonesa tiene una historia con altibajos. Desde la original de Casa Dominó, ahora vive un momento de auge, propagándose por los bares de la ciudad, añadiendo toques propios
¿Potingue infantil o mezcla gourmet? Como cualquier asunto relacionado con el paladar, las opiniones difieren. Y ante lo menos conocido, esa brecha entre impresiones se amplía. En el caso del jamón batido, la conclusión suele parecerse: el sabor contenta a la clientela, pero hay quien no se atreve a calificarlo como una delicia de alta cocina. Da igual: el debate, visible en críticas o comentarios virtuales, se escapa a lo fundamental. Lo interesante de esta tapa es saber cómo se originó, cuál ha sido su evolución y por qué se mantiene casi como un secreto en la ciudad de Zaragoza.
Suele decirse que el nacimiento de este aperitivo fue fortuito. Una fórmula experimental dio pie a lo que ya conforma un apartado troncal de las guías gastronómicas de la ciudad. Esa es la versión que se defiende en Casa Dominó (plaza de Santa Marta, S/N), establecimiento donde se ubica —según el relato oficial— el germen del jamón batido, esa tosta con un untable macizo que encabeza las comandas.
“Más que inventores, porque hablar de ‘inventar’ en la cocina es imposible, podemos catalogarnos como creadores”, aclara Salvador Rodríguez, uno de los responsables de este local mítico en Zaragoza. El jamón batido, explica, fue un “magnífico accidente”, consecuencia del aprovechamiento de comida. “No sabíamos cómo usar los recortes de jamón, que suelen ir a las croquetas, y se nos ocurrió picarlo y juntarlo con una salsa que no es sólo mayonesa”, resume el hostelero, que mantiene —como hicieron su madre y el resto de autores involucrados— el secreto de su receta: “No la decimos, aunque se haya intentado copiar”, ataja con humor.
Volviendo a ese incidente, Rodríguez rememora los primeros intentos: “Empezamos poniendo pan sin tostar. Luego le dimos una pasada. Y ahora no sólo va con jamón, ¡hay hasta longaniza batida con alioli o sobrasada!”, exclama, consciente de su propagación por la ciudad. “Lo veo con crema de queso, con mayonesa y limón, con roquefort… y no están bien hechas”, lamenta, dando las claves del pincho: “Lo importante es la calidad del jamón. Y, aunque se busca que siempre vaya por una línea, varía un poco en función de lo salado o graso que sea”.
Rodríguez, de 60 años y con 33 detrás de la barra, lleva con orgullo que la gente valore esta tapa, una de las más solicitadas de la carta y con un precio en torno a los tres euros. “Vienen de diferentes edades. Unos lo comían de niños y ahora traen a sus nietos”, describe. No sólo existe ese trasvase entre clientes. También se ha convertido en una corriente que ha proliferado en otros locales con más o menos solera. Uno de los espacios que conjuga lo medular con la experimentación es el bar Gilda (Avenida de la Almozara, 8). Pablo Chueca, el dueño, lo ha incorporado tras muchos ensayos y tanteando modificaciones “con amor”.
“Hubo un tiempo en que se pervirtió mucho”, adelanta Chueca a sus 41 años. “Se veía como una tapa más, la que lleva lo que sobra. Luego era algo muy bueno y todo el mundo se sumó a hacerla. Y ahí es donde perdió calidad, porque se usaba jamón malo, pan malo, mayonesa industrial, se dejaba en dados gordos o sólo se ponía la grasa… Se cuidaba muy poco”, apunta.
Pablo Chueca revela que hasta se compraba en las charcuterías, casi al por mayor. “Desde hace unos años se ha recuperado con devoción y respeto. Se valora más”, sentencia, detallando su preparación: “Lo principal es que el jamón ha de estar muy batido, salir casi como serrín, y tener un color más rosáceo que blanco”, señala. “Hay que picar muchísimo, que todo sea de muy buena calidad, con el pan y el jamón aragoneses, la mayonesa o el alioli casero y que se le dedique tiempo. Que se note el ajo, pero que no sepa. Y mezclar 10 minutos, dándole 12 horas de reposo en nevera”, enumera.
Otro que habla de esa renovación es Cristian Palacio, del restaurante Gente Rara. Con una estrella Michelin y un menú vanguardista, el chef no duda en sacudir cualquier ortodoxia, fijándose siempre en la tradición. “Nosotros tuvimos una tartaleta de jamón batido con vino rancio y emulsión de vinagre y huevo”, adelanta. “Tiene 30 años de historia. Gustó desde el inicio y se modificó a su manera: había algunas mezclas que no tenían nada que ver, poniendo hierbas o pimienta”, reflexiona.
“Nosotros marcábamos el jamón un poco en la plancha y jugábamos con un vinagre muy fuerte e intenso y que proporcionaba una sensación muy rústica”, puntualiza Palacio sobre su versión. Alega que es “barato y rentable” y que su triunfo no depende del ambiente, ya sea moderno o clásico, como el de Bodegas Almau (calle de los Estébanes, 10). Desde este establecimiento, con más de un siglo y medio de vida, habla Miguel Ángel, uno de los que han tomado el relevo: “Llevamos 25 años ofreciendo la tapa”, asevera el hostelero. “Mi impresión es que la gente joven lo pide más”, sopesa, convencido del alcance de esta tapa: “Hay un circuito grande. Y yo lo vi en un bar de Vitoria”, avisa, a pesar de que los consultados coinciden en su arraigo a la ciudad del Ebro.
“Incluso en la propia provincia se ve poco, y eso que aquí se han llevado tápers a Madrid, Barcelona o Berlín”, cavila Pablo Chueca. “Al final, lo que ocurre con las tapas es que se copian las que funcionan en el bar de al lado. Y eso puede desvirtuarlo, como ocurrió con la moda de echarle vinagre de Módena concentrado o cebolla caramelizada a todo. Que se exporte está bien para conocer un producto, pero tiene sus contras si se deteriora. Y el jamón batido, como el montadito ‘Guardia Civil’, es muy representativo de Zaragoza”, apostilla Cristian Palacio, ajeno a las discusiones estériles sobre si es un mejunje de comunión o una delicatessen única.