François Chartier: “Es un error comer queso con uvas y fresas con chocolate”
El inventor de la sumillería molecular ha cambiado la manera de armonizar alimentos y bebidas basándose en una ciencia aromática que encandila a empresas alimentarias de todo el mundo
La pasión por los olores de François Chartier (Quebec, 59 años) es cosa de genética. Un don que despertó en su infancia casi al mismo tiempo que pronunciaba las primeras palabras, y que le conducía a pensar más en esa canela que aromatizaba el donut que engullía tras un partido de hockey que en el deporte en sí. “Mi hermano siempre dice que yo ya pensaba en aromas al mismo tiempo que empecé a hablar…”, revela a El PAÍS. El mejor sumiller del mundo de 1994 y autor del libro Papilas y Moléculas (Planeta Gastro), que se alzó con el premio al Mejor libro de cocina en la categoría Innovación de los Gourmand World Cookbooks Awards 2010, se encuentra en el momento de esta entrevista en Madrid. El motivo de su visita es la presentación de un exclusivo maridaje para Mantequerías Arias y sus quesos de especialidad Caprice des Dieux y Saint Agur, un nuevo paso en la ciencia aromática de las armonías moleculares que inventó hace décadas para comprender el impacto de los aromas en nuestra vida, y en concreto, en el mundo de la gastronomía, el vino y las bebidas.
Entender el trabajo de François Chartier pasa por conocer al propio personaje, un canadiense enérgico y locuaz que un día dejó los estudios de arquitectura para adentrarse en la sumillería del vino y crear su propio tratado gastronómico: “No soy chef ni sumiller, ni trabajo en la gastronomía. Lo mío son los olores. Para mí el olfato tiene un poder de evocación muy fuerte. Es la magdalena de Proust”, confiesa. Desde los años ochenta lleva inmerso sin descanso en la llamada sumillería molecular, un análisis genético de los alimentos que permite descifrar la armonía o el desequilibrio entre varios ingredientes y bebidas para dar lugar a maridajes sorprendentes y perfectos, simplemente por compartir moléculas dominantes.
O lo que es lo mismo, por qué alimentos como el cilantro y el perejil pueden sublimar juntos un tabulé o el queso brie armonizar con champiñones y almendras picadas. “Es muy sencillo. En un queso de este tipo encontramos 280 moléculas, si reducimos a las dominantes y lo comparamos con nuestra base de datos que alberga más de 300.000 referencias obtendremos una lista con ingredientes y bebidas impensables de combinar, como el albaricoque, el aguacate o la piel de naranja, pero que al compartir esas mismas moléculas resultan armoniosos entre sí. De esta manera, se crea una sinergia brutal entre el queso y, por ejemplo, una tostada de aguacate y anchoas, pero también con champiñones por su toque floral y a nueces o unos chips de fresa y albahaca… ¡El resultado es increíble!”, expresa con verdadera exaltación. “Y nada de uvas ni nueces”, recalca, un cliché culinario que recomienda desterrar por completo, ya que las semillas de uva aportan un amargor que no encaja bien con la acidez de los taninos del vino tinto. “Mejor acompañarlo de almendra fresca, una cerveza IPA o un chardonnay fermentado en barrica de roble, ya que comparten moléculas dominantes”, sugiere.
Otro fallo que cometemos a la hora de plantear una tabla de quesos, apunta Chartier, es pensar en la variedad como un signo de distinción. Error. “Poner en un mismo plato un queso azul, un caprice y uno de cabra es como tener en un mismo plato cordero y salmón. Yo aconsejo usar la misma familia de quesos en el mismo plato (si es brie, diferentes tipos del mismo) y luego jugar con el maridaje en el resto de ingredientes. También es importante prestar atención al vino que escojamos, ya que un vino no casa con todos los quesos. Recomiendo no mezclar”. Y ojo a dejarnos llevar por ese tándem romántico de siempre que forma el chocolate con las fresas. Chartier sugiere que celebremos el amor de otra manera culinaria. “Es un disparate combinarlos porque no comparten ADN aromático, si queremos añadir una fruta mejor que sea el melocotón o el albaricoque. En cuanto a bebidas, el chocolate negro se realza con un cava gran reserva mejor que con uno joven, ya que no hay nada en el aroma que comparten”.
Todo está recogido, recalca, en su libro Papilas y aromas, una biblia culinaria para cocineros de todo el mundo que no solo descubrió el mundo de los sabores ocultos en los alimentos y el vino, sino que reflexiona sobre teorías que se remontan al Paleolítico. Es el caso de la existencia del sabor amargo como un signo de supervivencia para la especie humana. “Desde hace 10.000 años asociamos un alimento por su amargura a algo que puede resultar malo para nuestra salud, ya que su sabor recuerda al veneno. Es un reflejo animal. Por ello es el sabor que más cuesta maridar. En cambio, el azúcar domina nuestra vida porque es un sabor fácil y lo tomamos desde nuestra infancia en la leche materna”.
Hablar con este apasionado de los maridajes imposibles es como tener delante un oráculo para saber con acierto qué hacemos mal y bien en la cocina. Y sin margen para el error. “Se trata de una ciencia exacta porque se basa en el ADN de los alimentos. Al igual que nosotros tenemos los ojos o el pelo de un color, o nuestra voz suena de una manera, cada ingrediente se configura con unas moléculas. Es una cuestión genética”. Y concluye que “los seres humanos tenemos entre un 60 y 80% de posibilidades de recibir las cosas de la misma manera por la nariz. Existen algunas excepciones. Casi un 30% de hombres no soportan la trufa por su olor, y el motivo es simplemente porque está en su ADN”. Lo mismo sucede con el cilantro, explica, ingrediente de la cocina que genera tantos apasionados como detractores: “Es por la genética de cada uno”.
Chartier habla, sin embargo, en términos empíricos de algo tan opuesto a la razón como la emoción o el placer, capaces de generar sinergias emotivas como invocar el recuerdo de un familiar a través de una copa de vino. “Mi abuelo le regalaba rosas a mi abuela, y ella las guardaba siempre en los cajones de su habitación. Ahora cuando pruebo una copa de Gewurztraminer, esa uva de Alsacia que huele a rosas, su olor me lleva a ese recuerdo de mi yo de pequeño cuando entraba en su dormitorio. Ese es el poder de evocación de los aromas”.
En 2018, comenzó a descubrir, después de varias estancias en Japón, una pasión desbordante por el sake, cristalizada en una exitosa colaboración como master blender de Tanaka Shuzo, una de las destilerías más antiguas del país que lleva el nombre de Chartier en una línea de sake artesanal. Su relación con el país nipón va más allá, a través de un proyecto de Inteligencia Artificial aplicado a la gastronomía que está desarrollando junto a Sony, pero además prepara un libro enfocado a la estimulación sensorial de los más pequeños, Papilas y moléculas para los niños. " Es muy importante educar los sentidos de los niños. Resultaría muy estimulante que hubiera una clase en los colegios para que aprendieran a oler las cosas. Con el olor aprendes a identificar un alimento, aumenta tu vocabulario y entiendes lo que comes o bebes. Los niños comprenderían mejor lo que es bueno para su salud cuando sean adultos y así se evitarían enfermedades como la obesidad”, reflexiona. Porque como dice ese proverbio de siempre, somos lo que comemos… Y también lo que olemos.
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