¿Te has parado a pensar por qué te gusta la cerveza?

Nuestro cerebro primitivo, a la vista de un vegetal, grita: ¡no lo toques!, algo parecido debió ocurrir cuando probamos el primer sorbo de birra, un rechazo llamado neofobia alimentaria

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

Los niños son esas extrañas criaturas capaces de divertirse metiéndose bellotas en los oídos y ramitas y canicas por la nariz en el parque, comerse los mocos, y a la vez no mostrar ningún interés en absoluto por llevarse una hoja de lechuga a la boca a la hora de la cena. Por surrealista que parezca, esto es la enésima prueba de cuán bien preparados nos tiene la naturaleza para la supervivencia.

Hoy en día, para la gran mayoría de nosotros —occidentales y modernos—, las plantas son algo que sucede en una galaxia muy lejana, en el entorno rural; algo que se da en las estanterías del supermercado, en forma de frutas y hortalizas ya cosechadas; o una ocurrencia decorativa, sea un parterre en una glorieta, un tiesto en el balcón o un centro de mesa. Para nuestros ancestros, en cambio, el reino vegetal era el marco frondoso en el cual vivían y del que no solo se alimentaban si no de dónde obtenían materiales para construir refugios, vestimentas, armas y todo tipo de artefactos y herramientas.

Estamos hechos para sobrevivir en un mar de hiedras, matojos, flores, troncos, tallos y hojas de toda clase, la mitad de los cuales están cargados de espinas y partículas urticantes, de toxinas y aceites nocivos, o de venenos mortales, que vienen sin ningún prospecto adjunto con instrucciones de uso, dosis recomendada ni advertencia. Las plantas peligrosas no rugen, no muestran sus garras, no saltan encima de ti ni te persiguen por el bosque. No hay forma de saber a simple vista qué hoja te matará y cuál puedes servir para la cena.


Cada especie animal ha desarrollado su estrategia particular para sobrevivir a la astucia vegetal: algunos herbívoros tienen mecanismos digestivos que desactivan las toxinas, otros nacen programados para roer sólo pequeñas porciones de hojas y dejar pasar unos minutos antes de darse un atracón, para así observar qué efectos tiene la planta en su organismo. Nuestro cerebro primitivo, a la vista de un vegetal, grita: ¡no lo toques!, a no ser que mamá te indique lo contrario.

Nuestro sistema de defensa es la vieja técnica del ensayo, el error, el ir tomando nota colectivamente de quién enferma al comer qué, y el compartir esta información con las generaciones venideras. La supervivencia del grupo está en manos de la audacia y el coraje de los individuos más atrevidos, pero no sólo. Si todos fuésemos del género intrépido, aquí no habría quedado ni el apuntador.

Es por este motivo que alrededor de los 18 meses de edad, cuando el individuo puede moverse de forma autónoma, pero aún no es capaz de mantenerse a salvo sin supervisión, en los cachorros humanos se dan simultáneamente una serie de fenómenos interesantísimos. En la gran mayoría de individuos, por un lado, aparecen el desinterés por las plantas y una especial aversión por el sabor amargo, que suele acompañar a los venenos. Por otro, una parte de la manada desarrolla neofobia alimentaria, rechazo a la comida desconocida.

Es absolutamente normal y natural que nuestros retoños tuerzan el gesto a la vista de una achicoria, una escarola o una endivia a los dos años. De los adultos depende que aprendan a apreciarlas en la infancia y lleguen a la edad adulta, habiendo superado esos mecanismos de defensa que ya no necesitamos. No hay otra manera. Recuerden qué les pareció el primer sorbo de cerveza que probaron en su vida y cuáles fueron los motivos que los llevaron a insistir en su degustación hasta cogerle el gusto.

Sobre el mármol de la cocina tengo un tarro de kimchi casero, esta elaboración tradicional coreana hecha de verduras saladas y fermentadas, que me regaló el vecino hará un par de semanas.

“Aún le quedan unos nueve o diez días para estar listo”, me dijo. “Ponlo encima de un plato”, añadió, “porque mientras va fermentando rebosa un poco de líquido”. Ahí lleva desde entonces, en una esquina, recibiendo mis miradas de suspicacia.

No he probado nunca el kimchi casero. Confieso que me da apuro. Aún guardo ciertas dosis de neofobia alimentaria en mis cajones, y si tengo que probarlo preferiría hacerlo acompañada, bajo la supervisión de alguien que pueda confirmarme que eso huele exactamente como se supone que tiene que oler, y que sabe a lo que tiene que saber, porque yo no tengo ni idea de qué esperar. En mi mundo, tanto en casa como en las cocinas profesionales, la fermentación y el burbujeo en los tarros siempre han sido el enemigo.

Y es curioso, porque la química de la fermentación láctica del kimchi coreano es prácticamente la misma que se da en la curación de las anchoas o de las olivas en salmuera, alimentos (¡fermentados!) que me son familiares, que forman parte de mi zona de confort alimentaria desde que tengo uso de razón, y que me chiflan. Así de poderosa es la acción del entorno social y cultural a la hora de formarnos el paladar. Nunca es del todo un “me gusta” o un “no me gusta” individual. El gusto es una cuestión colectiva.

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