Viaje al origen del ‘mochi’ y su impactante ritual
El más auténtico de estos pasteles nipones se elabora en la ciudad de Nara con herramientas atávicas. Cientos de turistas visitan a diario el obrador para ver su elaboración y comprar.
El mochi original, el que probablemente sea el más auténtico del mundo, es el yomogimochi. Este pastel de arroz japonés se elabora en la tienda Nakatanidou de Nara (Japón), el obrador donde se usan técnicas y herramientas atávicas y al que cada día acuden multitudes de visitantes ávidos por presenciar el espectáculo de su fabricación. Todos se rinden ante la pericia del maestro Mitsuo Nakatani, el señor del mochi, reconocido en todo Japón como figura emblemática. El prestigio de este establecimiento se debe al dramático y exagerado proceso de elaboración del yomogimochi (especialidad de la casa), pues sus trabajadores siguen a pies juntillas los dictados de un original y veloz mochitsuki (ceremonia de elaboración del mochi) para sacar cientos o miles de piezas, frescas y calientes, tras la molienda.
Este pastel de forma redondeada está hecho de harina de mochigome (grano de arroz glutinoso), mezclada con agua, azúcar y maicena. Una vez cocida se introduce en un gran mortero de madera donde es golpeada por un mazo enorme tal y como se hacía 200 años atrás. Hay que ser muy hábil para seguir un ritmo tan bien acompasado y ajustarse a los movimientos que requiere su coreografía. El golpe rápido y seco hace que el mochi sea suave y elástico, pero con una textura firme.
Hoy en día se pueden probar mochis en cualquier parte del mundo. Los hay industriales y artesanales, de té matcha y de tarta de queso. La suave consistencia de este dulce ancestral se ha hecho imprescindible en muchas dietas. Su principal antecedente es el Uzura Mochi que se remonta a finales de la era Muromachi (1336-1573). Según la religión y la mitología japonesa, la primera ceremonia de mochitsuki se llevó a cabo cuando los dioses descendieron a la tierra para enseñar al hombre el cultivo del arroz. En Genji Monogatari, la novela más antigua de la literatura japonesa, escrita por Murasaki Shikibu en el siglo XI, y comparada por la crítica con Homero, el mochi aparecía como ofrenda para los dioses. En el periodo Heian (del siglo VIII al siglo XII) fue un alimento idolatrado por la realeza y la nobleza. En los siglos XIII y XIV, su consumo se extendió a la ceremonia del té.
Yomogi es una planta silvestre japonesa, también conocida como artemisa, muy reputada en Japón por las virtudes terapéuticas que proporciona en té. Le da al mochi su color verde natural y su sabor refrescante. Y para hacer un yomogimochi se rellena de anko (pasta de frijoles rojos) y se echa kinako (harina de soja tostada con aroma parecido al cacahuete) para cubrirlo.
Cuando el enorme montículo verde de arroz glutinoso se arroja al gran mortero, aumenta la emoción entre el público y los móviles se encienden. Hay que pillar sitio cuanto antes para ver en primera línea los golpes contra la masa. Se oyen a la vez “oohh”, “amazing”, “incroyable”. Los trabajadores tienen tal experiencia que llevan a cabo el rápido golpeteo de mochi sin error, acentuando cada golpe con un grito. Tras cada uno de ellos, uno se pregunta qué estarán diciendo o en quién estarán pensando. Es un ritual sincronizado al límite. No hay fallo. Hay aplausos.
El maestro Nakatani viene de un pueblo situado mucho más al norte, Kamitiyama, en las montañas del distrito de Yoshino, donde el frío es mayor que en Nara y donde el mochitsuki se lleva a cabo en invierno. De allí se trajo hasta Nara este antiguo método de elaborarlos.
Nara es una pequeña ciudad de la región de Kansai cercana a Kioto, famosa por haber sido capital histórica de Japón, por su templo Todai-ji, en cuyo interior destaca el gran Buda de bronce de 15 metros, y, sobre todo, por la presencia de centenares de ciervos. Estos animales transitan libremente por el parque y por sus calles (de hecho, saben cruzar por los pasos de cebra). Van sin vergüenza al encuentro de las personas, incluso saludan con un leve movimiento de cabeza, confiados al saber que ocupan un lugar sagrado en la mitología y que son considerados “tesoros nacionales”. Qué bonitos son los ciervos, que entrañables, qué dóciles… pero aún lo son más cuando el visitante tiene comida en las manos. Como ante su voracidad es normal quedarse sin helado o sin bocadillo y sentir como hurgan en el bolso, lo mejor es comprarles lo que más les gusta, las galletas de arroz. A los ciervos de Nara les flipa el arroz. Pero no son ellos los únicos gastrónomos fascinados por los derivados de este cereal. Y es que solo hay alguien más feliz que los ciervos en Nara, el ser humano que prueba el mochi de Nakatanidou.
Este establecimiento ganó consecutivamente el campeonato nacional de mochitsuki en 2005 y 2006; desde entonces se han convertido en un punto de referencia para fans de esta ceremonia. La velocidad de los golpes es inversamente proporcional a la velocidad con la que vuelan los mochis, que de docena en docena van pasando de manos de las vendedoras a manos de los turistas. Nakatanidou abre de 10 a 19. Cada mochi cuesta 130 yenes (0,85 euros) y solo se admite efectivo. Es muy raro comprar por unidades, por lo que hay cajas para llevar. Es difícil hallar una comida rápida más espiritual y que provenga de tan lejos en el tiempo. Se sostiene en una mano y dura menos que diez galletas de arroz a un ciervo.