Hilario Arbelaitz, Premio Nacional de Gastronomía

El cocinero, que cerró el pasado mes de diciembre Zuberoa, se convierte en el añorado maestro de maestros de la cocina mundial

El cocinero Hilario Arbelaitz posa para una entrevista con EL PAÍS, en el mes de marzo en Madrid.Andrea Comas

Cocinero elegante donde los haya. Nada más anunciar que se retiraba y que cerraba el ya mítico y añorado Zuberoa (Oiartzun, Gipuzkoa), a Hilario Arbelaitz le llovieron los homenajes y reconocimientos. El último, el Premio Nacional de Gastronomía a toda una vida, que concede la Real Academia de Gastronomía. Porque toda una vida lleva Arbelaitz en los fogones. Indiscutible maestro de maestros. No había joven cocinero con ambición que no deseara pasar los fogones de Zuberoa, un elegante caserío con 700 años de historia, donde se ha escrito una parte de la historia de la cocina del último medio siglo. Porque de los 72 años, que acaba de cumplir, 53 de ellos los pasó en la cocina.

En un mundo, rodeado de egos y de estrellas, que él supo aplacar, destacó por encima de todos, sin alzar la voz ni protagonismos mediáticos. Solo con el saber hacer, el ejemplo y el recetario, heredado de su madre, María, y de su tía Ángeles, que elevó a una nueva categoría, en la que ha aplicado técnica y sentido común, buscando siempre que el plato brillara más que el cocinero. El pasado mes de marzo, en un encuentro con Abraham García, cocinero y propietario de Viridiana, que también ha anunciado el cierre de su restaurante, organizado en Madrid por EL PAÍS, Arbelatiz reconocía que nunca había pensado en los premios. Pero en un auditorio de Alicante, donde hace meses recibió, junto a García, el sol honorífico de Guía Repsol, fue consciente de que había merecido la pena. “Cuando vi a tanta gente aplaudiendo y veía que allí tenía alumnos con uno, dos y tres soles, pensé que algo bueno había hecho. Ese es el mejor premio, cuando ves que la gente que ha pasado por tu cocina hace las cosas bien. Eso es lo importante”.

Pero si tiene elegir, y con lo que se queda, es con la satisfacción del cliente. “Antes de cerrar nos llegó una familia, que venía todos los años en verano, pero este año vino en invierno a despedirse. Al marcharse me dieron un abrazo. Cuatro generaciones de una misma familia habían celebrado momentos importantes con nosotros. Me dijeron que se cerraba una casa que había sido su segundo hogar para ellos”, recuerda Arbelaitz. No echa de menos la cocina. No siente nostalgia. Solo agradecimiento. Es de los que acepta la vida como le viene. Cuando su madre se quedó sola al frente de un bar de pueblo, donde se servían comidas, entendió que tenía que echar una mano y ayudar. Y cuando vinieron mal dadas, y se precipitó el desenlace de Zuberoa, por un problema de salud de su hermano pequeño y el sucesor, José Mari Arbelaitz, lo aceptó sin dramatismos. “Estaba mentalizado. Ha sido todo muy intenso, siempre hay que estar ahí para que funcione el negocio. Y siempre hay contratiempos, como que te falle el personal. El final ha sido tan brutal, que ahora quiero descubrir otra vida, que ya la descubrimos en la pandemia, en la que supimos lo que era estar sin esa tensión continua”.

Sabe lo que estar arriba y abajo, que no es lo mismo que el fracaso. Recuerda cómo en una ocasión le plantó cara al presidente de Michelin, que le sugirió hacer una serie de cambios en el restaurante para mantener sus dos estrellas. Se negó en rotundo, perdió una de ellas, pero lo que mantuvo fue a su clientela, por la que sí estaba dispuesto a introducir novedades, no por permanecer en una guía. “Y le dije que si había que dar el doble salto mortal era por el cliente, esa es la verdadera estrella. Lo único que me preocupaba era hacer feliz al comensal, y eso no cuajó mucho porque acabamos con una estrella”.

Reconoce que le dolió la decisión de la guía que elabora la firma de neumáticos francesa, “te duele, pero no es lo más importante”. Porque si por algo quiere ser recordado es por platos como los garbanzos con foie. “Garbanzos que hacía mi madre con pan frito, y al que yo añadí foie, tras mi paso por Francia”. O por su aclamada tarta de queso, “fue porque un día lo dijo Bruce Springsteen, pero para mí estaba mejor la de pera”. Ahora se dedica a disfrutar de su familia, a esa que sabe que no le ha dedicado el tiempo que le hubiera gustado, y a visitar a todos los discípulos que tiene repartidos por todo el mundo. Y recuerda a ese cocinero coreano que se cruzó medio mundo, sabiendo que no podía comer porque no había mesas disponibles, para el día del cierre volar hasta Oiartzun, con una botella de Dom Pérignon y brindar por el maestro.


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