Señores con bigote me enseñan a hacer patatas fritas
En ese momento me quedé paralizada. Hoy le preguntaría, antes de levantarme e irme, si quiere una bolsita, para llevarse con él su falta de respeto
He pasado más de veinticinco años ganándome la vida como cocinera. De los catorce a los cuarenta trabajé en restaurantes de todo tipo y condición, hasta que hace poco más de dos meses colgué el delantal para dedicarme a otra cosa. La última etapa la pasé como jefa de cocina en un restaurante de pueblo, una especie de bar de carretera en un paraje idílico de camino a ninguna parte, en el que ofrecíamos, por principios, un menú a menos de veinticinco euros el cubierto; porque en este país, con un recetario nutrido de sabiduría proveniente de nuestros tiempos más penosos, se tiene que poder comer excelentemente por ese precio, o menos.
Puedo afirmar sin titubear que tuvimos éxito. A lo largo de los cinco años que pasé defendiendo esta fórmula, el restaurante estuvo siempre lleno, la gente venía de todas partes, animada por el boca-oreja, entraba expectante y salía satisfecha y con ganas de volver; críticos gastronómicos y compañeros de profesión siempre fueron amables con nosotros; en algún momento llegamos a tener lista de espera de más de dos meses para conseguir mesa. Fuimos un pequeño fenómeno.
Y de vez en cuando, como oyendo campanas, sin saber muy bien de dónde, aparecía algún señor con bigote impaciente por explicarme cosas, fielmente acompañado, bien de una libretita, bien de una mujer de mirada ausente y abochornada. Todos ellos tenían especial afición por hacerme llamar a sentarme en su mesa a la hora del café, y solían irritarse si les hacía esperar; pero una antes que chef es compañera, y de la cocina no se sale sin haber fregado la parte que a una le corresponde.
En una ocasión, un ejemplar espléndido de esta especie, con su barriga prominente, su porte rimbombante, y su pasmosa facilidad por soltar grandes nombres de chefs y restaurantes carísimos, estuvo dos horas explicándome cómo hacer patatas fritas. “Yo cocino en casa mejor de lo que usted cocina aquí, señorita”, empezó. “Tal y como Alain Passard me contó en confianza, una velada que pasamos juntos cocinando pularda a la plancha en su mansión en la Provenza, las patatas tienen que ser de una variedad cultivada a más de mil metros de altitud. Hay que lavarlas, pelarlas y cortarlas de forma que sean todas ellas idénticas en grosor y longitud, desechando los retales sobrantes. Estos bastoncitos tienen que guardarse sumergidos en agua helada, en la cámara frigorífica, veinticuatro horas, a lo largo de las cuales hay que cambiarles esa agua un mínimo de tres veces. Pasado ese tiempo, las patatas se pochan en aceite de oliva a 120 grados, hasta que quedan blandas y confitadas, se escurren y se guardan de nuevo en la nevera un día entero, en reposo. Finalmente, el tercer día, esas patatas están ya listas para ser fritas bajo demanda en aceite de oliva a 180 grados. Si quedase alguna patata pochada sin vender en la nevera, habría que tirarla. Esa, y no otra, es la manera correcta de freír patatas.”
Callé y escuché con estupor. Aguanté quieta, clavada en la silla, la lección, por respeto al resto del equipo y a los propietarios del restaurante, que no merecían quedar a la merced de ese dandi de la cocina domingueril. En mi mente me preguntaba si él sabía que el remojo y el cambio de agua de las patatas servían para eliminar el exceso de almidón que hacía que se pegaran las unas con las otras durante la cocción, o si era consciente de que el reposo en nevera proporcionaba a la patata confitada un extra de deshidratación que haría que el crujiente, después de la segunda fritura, fuese no sólo más grueso sino también más duradero. Pero no abrí la boca.
Tenía claro que para ese señor que se relamía de satisfacción, encantado de haberse conocido, donde manda Alain Passard no manda una nena de un restaurante de tres al cuarto con molduras de aluminio, como tenía claro también que no estaba acostumbrado a salir a cenar por menos de veinticinco euros, y que no tenía ni idea de cómo funciona un restaurante normal ni para qué sirve.
Hubiese entendido, en parte, la charla, si yo le hubiese servido patatas fritas congeladas, frías, ennegrecidas o aceitosas. Lo que le serví fueron las patatas fritas favoritas de nuestra clientela habitual. Se las comprábamos al señor Jaume, que planta kennebec en el pueblo, en una finca a quinientos metros del restaurante. Las lavábamos bien y, sin quitarles la piel, las asábamos enteras en un horno a 210 grados. Durante la cocción, las vaporizábamos con agua un par de veces: buscábamos no sólo que la patata quedase bien cocida, sino que perdiese humedad gradualmente sin secarse en exceso del exterior. Cuando estaban listas, con el interior cremoso y la piel tirante, las dejábamos enfriar. Las cortábamos a gajos y dejábamos la cantidad que preveíamos vender a lo largo del servicio a temperatura ambiente, para que el aceite de la freidora no perdiese calor al contacto con ellas. Después de ser fritas al pase y salpimentadas generosamente, daban como resultado una patata dorada y crujiente del exterior; sabrosa y jugosa del interior, perfecta para servir de vehículo de degustación de un buen alioli, con poca intervención y cero mermas.
Esas no son las mejores patatas fritas del universo, por supuesto, pero sí eran la mejor respuesta posible a las condiciones concretas de nuestro restaurante: un cocinero y un ayudante, comida rica e inteligible, una media de noventa comensales por servicio, menos de cuarenta horas semanales para cada trabajador, elaboración artesanal de la totalidad de la oferta gastronómica, a menos de veinticinco euros el cubierto.
El señor con bigote dio por sentado que si yo no hacía las patatas de Alain Passard es porque no sabía hacerlas y que parte de su misión en la vida era hacérmelo saber. Más allá del talento que pueda tener o no tener yo friendo patatas, ejecutarlas de esa forma concreta hubiese significado, bien añadir más presión y horas al equipo de cocina formado por mi compañera y una servidora, bien contratar, como mínimo, un cocinero más, cosa que obligaría a decidir si imprimimos esa presión de costes adicional directamente a la cuenta de resultados, o si se la endosamos al cliente con una subida de precios.
En la vida, no hay una sola manera de hacer bien las cosas, existe la mejor posible en base a quiénes somos, cuál es el talento de que disponemos, quiénes son nuestros clientes y cuánto están dispuestos a gastar. En palabras de Ferran Adrià: “Un restaurante es el resultado de lo que quiero hacer, lo que puedo hacer y lo que espera el cliente”. La primera de las responsabilidades de un jefe de cocina para con la empresa que le paga el sueldo es respetarla: procurar que ninguna de sus decisiones ponga en peligro su viabilidad económica, esto es, cocinar hoy para poder seguir cocinando mañana. Trabajar para tener trabajo todos.
Lo curioso del caso es que el restaurante que este señor buscaba ya existe, él mismo me contó que había probado esas patatas perfectas y las había encontrado exquisitas. En ese momento me quedé paralizada. Hoy le preguntaría, antes de levantarme e irme, si quiere una bolsita, para llevarse con él su falta de respeto. Haber comido en las mejores mesas del mundo no implica saber nada de restaurantes, sino tener dinero, o capacidad de presionar para ser invitado.