El eslabón más débil
Celebramos la reapertura de un restaurante grande, mientras silenciamos el supremo ejercicio de supervivencia que significa la vuelta a la vida del bar de barrio, del café de la esquina
Los restaurantes están entre las víctimas más visibilizadas de la covid-19, aunque no sea igual para todos. Nadie muestra el descalabro de los comedores humildes, el pozo en el que se ven sumidos tantos negocios familiares o el devaluarse para intentar sobrevivir de las cocinas medias. Celebramos la reapertura de un grande, mientras silenciamos el supremo ejercicio de supervivencia que significa la vuelta a la vida del bar de barrio, del café de la esquina. Importa menos el local donde sirven el café de cada mañana que el mito e...
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Los restaurantes están entre las víctimas más visibilizadas de la covid-19, aunque no sea igual para todos. Nadie muestra el descalabro de los comedores humildes, el pozo en el que se ven sumidos tantos negocios familiares o el devaluarse para intentar sobrevivir de las cocinas medias. Celebramos la reapertura de un grande, mientras silenciamos el supremo ejercicio de supervivencia que significa la vuelta a la vida del bar de barrio, del café de la esquina. Importa menos el local donde sirven el café de cada mañana que el mito en el que pocos llegarán a sentarse. De igual modo, nos conmueve más el cierre temporal de un restaurante por un positivo entre sus empleados, que el adiós definitivo de la mitad de la nómina de comedores populares de la Ciudad de México. Tienen muchos más méritos, pero no merecen la atención de las redes y no es fácil ver reivindicados sus nombres en los diarios. Tampoco se habla de cierres temporales por positivos entre los trabajadores de los restaurantes. Donde la pandemia se aplica con más brutalidad, más a salvo se muestran los restaurantes. De paso por España, llueven avisos del cierre por positivos de algunos conocidos ―Aponiente, Antonio, Campero, Lakasa, Sacha, Celler de Can Roca, ahora Diverxo…―, mientras aquí todavía se espera noticia del primero. La ausencia de positivos en las cocinas latinoamericanas es tan sorprendente que debería ser objeto de una investigación científica, y otra penal, si es que encontraron la forma de ocultarlos.
Casi ningún restaurante es igual a otro, mucho menos ahora, cuando todos se afanan por sacar la cabeza del agua y las empresas atisban el cierre como algo real. Podría llegar para precipitar el retiro, abrir la puerta a la reinvención o reincidir en los mismos errores que los trajeron hasta aquí. Pocos han pasado indemnes el primer semestre de una pandemia que marcará el ritmo de los próximos años. Se han mostrado aquí los trayectos de Narda Lepes en Buenos Aires, Jair Téllez, en Ciudad de México, Pedro Miguel Schiaffino, en Lima, y vienen algunos más. Son historias de cambio o en todo caso de adaptación. Otros han decidido mantenerse firmes y lo conservan todo ―espacio, carta, cocina y gestión―, menos los clientes y la mayoría de los empleados, de los que se desprendieron en la primera semana del confinamiento. A menudo arrastraban pagas pendientes. También cerraron la puerta de los proveedores, justo cuando llegaban para entregar facturas o demandar pagos. La crisis estructural de la hostelería latinoamericana es tan vieja y sabida como los menús de algunos restaurantes.
El boom de la cocina latinoamericana ha sido especialmente cruel con quienes lo hicieron posible. Entre todos, convencimos a dos generaciones de jóvenes de que el trabajo en los restaurantes les abriría de par en par las puertas de la vida, asegurándoles un futuro exitoso. Las escuelas masificadas y su precario nivel formativo propiciaron un superávit de mano de obra escasamente cualificada, con el que llegaron los sueldos mínimos, las jornadas de trabajo extenuantes y la falta de perspectivas profesionales. La precariedad se impuso en un escenario que se anunciaba para la prosperidad. Los restaurantes tampoco se preocuparon por formarlos. La pandemia ha precipitado la crisis, dejándolos en la calle con las liquidaciones mínimas y la perspectiva de las jubilaciones de hambre que corresponden al ínfimo nivel de sus nóminas.
También tienen una parte de responsabilidad. Prefirieron el espejismo de las propinas ―liquidez inmediata libre de impuestos, más abundante en los restaurantes del turista manirroto― al sueldo consolidado, que trae con él pensiones dignas y liquidaciones que permiten volver a empezar. Cinco, diez o quince años después han quedado a un lado del camino. La pandemia aparcó sus carreras, a menudo de forma definitiva, dibujando una doble o triple tragedia. La reconversión del sector, del que depende la supervivencia de tantos restaurantes, muestra un horizonte construido sobre locales chicos y plantillas reducidas, en el que no habrá lugar para muchos de ellos. No serán necesarios; el futuro les ha dado la espalda. A los supervivientes les llega el momento de entender que necesitan organizarse para fortalecerse, hacerse escuchar y negociar condiciones. Hubo un tiempo en que a eso le llamaron sindicarse, y tuvo consecuencias.