Un refugio en el Museo del Prado
Ante el agotador ruido político en Madrid, la pinacoteca más importante de la ciudad es un espacio ideal para el reposo externo y entender los cambios de nuestras vidas
Pim, pam, pom. Como un martillo de obra golpeando incesante y a todas horas, Madrid sufre cada día un molesto y agotador ruido político. Estamos en mitad de una pandemia, pero da igual. Aquí solo importa la gresca, ilustrada mejor que nadie en Díaz Ayuso, una presidenta de la Comunidad que, con su tono beligerante y provocador, al más puro estilo Trump, le gusta el zafarrancho de combate mediático. Es difícil escapar de tanta vorágine declarativa, que lleva más al estado alarma que las propias restricciones. Para huir, en una ciudad confinada, ya no quedan ni los bares, que ni están tan dispuestos como antes y los que están se ven afectados también en conversaciones de barra y terraza por el martilleo político. Pim, pam, pom. Aunque se ignoren las noticias del periódico, se apaguen las redes sociales y se desenchufe el televisor, asoma el ruido. Lo mejor es refugiarse en un museo.
Antes, Madrid aparecía señalada en rojo en los mapas mundiales por la estupenda concentración de grandes museos. Ahora, por alcanzar cifras récord de contagiados de coronavirus. Son realidades post-covid. Sin embargo, los museos siguen ahí, buscando como todos nosotros su lugar en la nueva normalidad. Allí, no llega el pim, pam, pom. Allí, reina el silencio. Un silencio especial, siempre acordado y comunitario, que les convierte en espacios ideales para el reposo externo, pero también para entender el cambio trascendental que experimentan nuestras vidas. Porque frente a un cuadro, “una isla” como lo calificaba el reputado historiador de arte Ernst Gombrich, siempre uno contempla parte de su existencia varada en otro tiempo o lugar. Ante el lienzo, por unos minutos, la vida se transforma en una realidad autónoma, en una sensación única.
El Museo del Prado es nuestro mayor archipiélago. Por eso, cuando cerró el pasado 12 de marzo ante el avance imparable del virus, sus responsables decidieron retransmitir en un vídeo, colgado en sus redes sociales, cómo salían sus últimos visitantes. Solo habían puesto el candado en tres ocasiones desde la Guerra Civil: en 1987 en una huelga de empleados, en 1988 durante una huelga general y en 2004 tras los atentados del 11-M. También, por eso, su reapertura fue otra especie de acontecimiento. “Sentimos que el Prado es un poco el corazón de España en general y de Madrid en particular”, explica Carlos Chaguaceda, jefe de Comunicación de la pinacoteca. Un corazón que, como bien se encargaron de comunicar todos los medios informativos, empezó a latir otra vez desde el pasado 6 de junio con la exposición Reencuentro.
En un mar de silencio, un hombre observa con las manos cogidas tras la espalda las diferencias entre el Saturno de Goya, con esos ojos desorbitados y dramáticos desde la profundidad de las pinturas negras, con el de Rubens, más colorido, apoyado en su guadaña con una pincelada suelta y expresiva. Ambos están enfrentados como dos visiones de un mismo mito. O como dos realidades complementarias buscando un solo significado. Realidades y visiones yuxtapuestas, como cuando Las meninas aparecen rodeadas de nuevos vecinos: Las hilanderas, Los borrachos y cinco bufones velazqueños dispuestos a la manera de un retablo. Ataviadas con sus bolsos, dos mujeres recorren esta sala del museo como si fueran de puntillas al pasado. Con sigilo y mucha curiosidad. Reencuentro reúne 250 de las obras más representativas de la colección permanente del museo y ofrece algo inaudito. “Lo mejor de lo mejor del Prado. En una hora y media el visitante tiene una visión del patrimonio del museo, de la historia del arte”, señala Chaguaceda. Un paseo, por la Galería Central del Prado, que nos recuerda que, al acercar realidades y visiones, mezclarlas como en un juego, hay otros mundos posibles.
Mundos posibles que también tienen que ser cambiantes. Al acceder a la exposición Invitadas, resulta chocante comprobar el afán moralizante de la España del siglo XIX y principios del XX a través de los cuadros. La muestra es un análisis crítico del arte oficial de aquella época, plagado de estereotipos machistas y tópicos de feminidad encorsetada. Y un duro golpe de realidad cuando se conoce tan a las claras la misoginia contra las pintoras, como en el caso de Aurelia Navarro, que desapareció de la vida artística después de pintar en 1908 su propia interpretación de Venus en el espejo de Velázquez. Como mujer, se entendía que debía hacer el posado desnudo, pero no pintarla. Pese a su destreza y atrevimiento, Aurelia Navarro acabó recluida en un convento.
Observar cuadros sigue siendo una representación de la vida, de las vidas. La vida del Prado está asociada a Madrid, pero solo el 16% de los visitantes de la pinacoteca más importante de la ciudad fueron madrileños en 2019. Los turistas se lo llevaban todo, con esas colas interminables que convertían la visita en una cuestión de paciencia. Demasiada paciencia. Ahora no hay turistas y el Prado ha reabierto. “Los madrileños tenemos muy presentes el museo, pero hoy se trata de transformar el cariño en frecuencia de visita”, indica su jefe de Comunicación. Puede que ahora sea la mejor oportunidad para recuperar el Prado, uno de los grandes refugios para olvidarse del ruido. De ese pim, pam, pom que nos desfigura aún más una realidad ya desfigurada.
“Maneras de vivir” es una serie semanal para reflexionar sobre la situación de la ciudad y en la que cada jueves daremos voz a los protagonistas anónimos de la cultura madrileña.
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