The Weeknd: carisma huidizo para un espectáculo agorero
El artista canadiense impone su estética misteriosa en un gran concierto que cerró la temporada en el Estadio Olímpico
¿Se puede bailar alocadamente con el corazón encogido? ¿Es factible corear éxitos que baten récords en Spotify en medio de un ambiente sombrío? ¿Puede un nutrido cuerpo de baile fascinar por su hieratismo? ¿Es posible un espectáculo pop de masas sin acentos coloristas? ¿Caben 34 composiciones en menos de dos horas? ¿Sirve un escenario que sólo es un decorado y no el lugar donde se entroniza la estrella? ¿Dónde estaban los confetis? La respuesta a las seis primeras preguntas es sí, y la de la última es que no hubo. Ni fuegos de artificio. Weeknd, o sea Abel Makkonen Tesfaye, escenificó estas respuestas con un original, medido y elegante espectáculo para mayor gloria de la música de baile, que en su forma de r&b y pop se apoderó de la voluntad de las personas que vieron llenando el recinto cómo el Estadio Olímpico cerraba un verano histórico lleno de grandes citas. Y estéticamente la más diferente fue la suya, un espectáculo con el corazón partido, ambivalente y sombríamente hedonista.
En el escenario principal una serie de edificaciones plateadas, algunas representando edificios reconocibles, se amontonaban como en el centro de una ciudad moderna. Pero sólo sirvió para que The Weeknd abriera y cerrara el concierto. También alojó a los músicos, cuyo número resultó difícil de precisar, disueltos en penumbras, plata y anonimato. De este decorado partía un pasillo que casi llegaba al extremo contrario de la pista, con figura de robot femenino del ilustrador Hajime Sorayama a medio camino y luna flotante como destino. Ese fue el verdadero escenario del show, pues por ahí se movió el artista, vestido de blanco y durante la mitad del concierto con el rostro velado por una máscara de gladiador, también plateada. Sólo por quitársela el estadio se cayó en aquel baño de plata y blanco que todo enmarcaba. La idea de la pasarela y su uso exhaustivo logró que la estrella estuviese cerca de casi todo el mundo, que no se justificasen proximidades a precio VIP, que haberlas las había, y que en consecuencia las pantallas, tamaño sello, no integradas en el montaje, sin apenas ofrecer planos cortos, no necesitasen la descomunal dimensión que acostumbran precisar en recintos así. Y si la visión era desde la grada, miel sobre hojuelas, la imagen de conjunto era fascinante, reforzada por unas pulseritas con menos poder lumínico y cromático que las de Coldplay, pero aún así efectivas.
En ese ofrecimiento estético, las más de veinte personas que hacían de cuerpo de baile fueron un elemento central pese a no ser usadas en todas las piezas. En su anonimato, velos cubriendo la cara excepto los ojos y túnicas blancas, sus movimientos pausados y elegantes y sus coreografías, en absoluto dinámicas, más bien hieráticas, introducían sobria pausa en un escenario de guerra con explosiones de funk, trallazos de r&b, latigazos de synth-pop y guitarrazos propios de las melenas del instrumentista encargado de los mismos. Sonido crudo de grupo con corazón de batería. Sólo de tanto en tanto, el movimiento ondulante se apoderaba de aquellos cuerpos, que entonces evocaban mecida vegetación submarina. Y caminando de arriba abajo The Weeknd, con un carisma escapista y huidizo, apurando sus sentidos agudos y bañado, que no señalizado, por la luz, otro elemento cenital del show, con láseres trepando en vertical hacia el cielo como intangibles columnas inacabables, o persiguiendo alocadamente los cuerpos de la multitud en aquella descomunal discoteca en la que se convirtió el Olímpico, en aquel lugar en el que se bailaba bajo la opresión de un agorero invisible que parecía decir que todo tiene su fin, que tras la alegría bien pueden llegar desesperación y angustia.
Quizás todo esté en la base de la propia vida de la estrella, un proyecto de inadaptado social devenido en el músico más escuchado mundialmente en Spotify. ¿Cómo creer que la vida es recta si ha comenzado son curvas?, ¿cómo no temer un iceberg en medio de la noche? A saber si él, que no vende en sus letras la impronta de buen chico, quería explicar esto. Y ello en medio de música que pese a ser alegre mantiene un trasfondo oscuro deliberadamente reforzado por el entorno visual. La cascada de éxitos fue tan arrolladora como inacabable, con todos los grandes temas de los dos últimos discos de estudio que presentaba, cuya gira, así es la vida, imposibilitó en su momento una pandemia. Lo imprevisible siempre acecha. Repitió el mismo repertorio de la gira, cosa de entender ya que las poderosas llamas que iluminaron algunos temas, y que de paso daban al escenario un aire muy Blade Runner, podían haberlo chamuscado en la pasarela. Desde luego acabar al ast era una posibilidad que debía eliminarse del guión.
Y al socaire de la velocidad de nuestros días, y pese a que invirtió tiempo en esos recursos fáciles para acercarse al público asegurando que era fetén y que cantaba muy bien, las 34 composiciones no alcanzaron las dos horas, distribuidas en fragmentos, intros o finales, en una continuidad pocas veces interrumpida por silencios. Y el publico embobado, mirando como Weekend dialogaba en plan Hamlet con su máscara en “Faith”, cantando en “After Hours” con más fuerza que nunca, azucarándose en “Out Of Time”, una balada más clásica que el Partenón, en éxtasis con “Save Your Tears”, subidos a la visera del estadio en “Blinding Lights” y viendo como la estrella volvía al escenario en “Creepin”. El recinto se desgañitó pidiendo un bis, pero no lo hubo. ¿Para qué una formalidad en un concierto que quiso ser un espectáculo diferente?
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