El espeto de sardina ante el abismo: entre la pureza y el consumo masivo
Viajamos a Málaga, cuna del espeto, para admirar este plato y conocer sus angustias
La familia de Miguel León tenía un chiringuito en Torremolinos. Desde niño, en verano, él se pasaba las mañanas viendo trabajar al empleado que se encargaba de hacer los espetos de sardinas. “Hasta que bajaban a la playa los hijos de los turistas y me iba a jugar con ellos, me sentaba en una caja de coca-cola y lo miraba”, dice. Pasó años así, hasta que un buen día, el espetero se fue un rato a tomarse una cerveza, en el ínterin un cliente fijo pidió un espeto y el muchacho se puso de pie: “No os preocupéis. Yo lo hago”. El cliente no supo quién lo preparó. Al terminar, llamó a un camarero y dijo:
—Pero ¿qué pasó hoy que nunca me habíais puesto un espeto tan bueno?
El camarero que atendía al cliente se lo dijo al chico. Miguel León se sintió “lleno de satisfacción”. Tenía 16 años. Hasta hoy, que tiene 37, no ha dejado de hacer espetos.
León es el cocinero de La Mar Bonita, el restaurante de su padre en Torremolinos, contiguo al chiringuito de toda la vida de su familia. Está en la playa de la Carihuela, un paseo marítimo donde permanece la leyenda del aura de Brigitte Bardot, que en 1957 rodó allí Los joyeros del claro de luna, de Roger Vadim. Hoy hay sandalias que vienen y van, top manta, anuncios de full English breakfast, coffee and Baileys y fish & chips, aunque también está el chef León con sus espetos, reconocidos por distintos concursos entre los mejores de la Costa del Sol. Ahí está Miguel León con sus espetos de sardina, aguantando como un estandarte de la identidad cultural malagueña en primera línea del turismo masivo internacional.
Las primeras sardinas que saca esta mañana de mayo están bastante buenas. Ahora bien: no están todo lo deliciosas que llegan a estar porque hasta unas semanas después, bien entrado junio, no empieza la temporada de la sardina local, la que conocen en Málaga como manolita: porque tiene el tamaño de una mano, del meñique al pulgar. Las que está sirviendo ahora son de Blanes, Girona. Tienen una medida adecuada y sabor, pero les falta la cantidad de grasa ideal que hace que se asen sin resecarse, y que queden jugosas e intensas. “Cuando tomas la sardina de aquí en su fecha, es como comer jamón de bellota. La clave es la grasita”, dice León.
En el bíceps derecho lleva tatuado un dibujo costumbrista de una barca con espetos cocinándose. Al cuello, una cadena con la figurilla de un espeto.
León rechaza los espetos hechos con sardina italiana. Dice que abundan y que se venden porque son baratos, pero degradan el plato. “Eso no es un espeto, sino una mala sardina: enterradita en sal, o quemada, o cruda, y sin grasa ni sabor”, explica. Lo que más le preocupa, sin embargo, es la falta de candidatos a seguir con la tradición de espetero. “La gente no quiere este trabajo y se puede perder”. Cuenta que abundan los sitios donde el pescado no lo asan espeteros sino empleados, por lo común camareros de temporada, que improvisan como buenamente pueden. “Y esto no lo hace cualquiera. Requiere experiencia, oficio, cariño. Hay que saber preparar la candela, pinchar la sardina, darle el punto exacto”.
Él tiene tres hijos y ninguno le ha mostrado deseos de sucederlo. “Es un trabajo duro”, comenta León, que en verano llega a estar envuelto en una bola de calor (los 40 grados que puede hacer, más los ciento y pico del fuego, más el terral, el viento cálido que viene del interior a la costa), echándose agua en la cabeza y sacando decenas y decenas de espetos. En una jornada de temporada alta llegan a servir más de 200 espetos. La mayoría de sardina, pero también de otros pescados, como la lubina, la dorada o el boquerón malagueño, una singularidad de La Mar Bonita.
Hace unas semanas, uno de los jóvenes que trabajan en el top manta en el paseo marítimo, junto a su negocio, se acercó a Miguel León y le preguntó si necesitaba un ayudante. “Le dije que me encantaría, pero para contratar a alguien tenemos que poder darlo de alta”. El joven subsahariano volvió resignado a su anodino puesto de vendedor de gafas, gorras y bolsos de lujo falsificados.
A fin de defender la esencia y continuidad del oficio y del plato, en Málaga se ha creado la Mesa del Espeto, una asociación civil que pretende que la Unesco lo reconozca como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad y que busca “la salvaguarda del mantenimiento de los rasgos esenciales del espeto de sardinas” y “la defensa, transmisión del saber y salvaguarda del oficio de espetero o amoragador a través de la formación”. Espetero es la palabra que más se usa, pero la palabra propia, la tradicional para el oficio del que cocina espetos, es amoragador. El historiador Fernando Rueda, autor de La cocina popular de Málaga y miembro de la Mesa, no puede, ni quiere, esconder la rabia que le da que se diga espetero: “¡Me da cien patadas! Es amoragador, o amoragaor como se pronuncia aquí, y amoragar es hacer moragas, quemar al fuego, término de origen árabe. De hecho, hace ya tiempo, aquí, cuando se veía a un guiri con la espalda muy quemada por el sol, la gente bromeaba: ‘¡Pues no está amoragao!”. Y aprovecha Rueda para otra advertencia léxica. Lo de chiringuito tampoco es palabra original, vino con los turistas de otras zonas de España. “En Málaga siempre se dijo merendero”.
En los merenderos, en el último tercio del siglo XIX, empezó a asomar el ocio de playa. Entonces, el espeto de sardina, que siempre había sido un plato de la gente del mar, un plato barato y cotidiano entre los más humildes, fue entrando también al gusto de clases acomodadas. En un artículo de 1879 de la revista La Ilustración Española y Americana se explicaba: “Dase en Málaga el nombre de moraga a toda comida que improvisa la gente pobre sobre la fina arena de la playa, y cuyo principal elemento lo constituyen las sardinas recién pescadas”. El texto acompañaba una imagen del cuadro La Moraga, de Horacio Lengo (1879), en el que aparecen unos chiquillos asando unas sardinas en la arena de la playa.
El empleo de barcas de madera para asar las sardinas, aclara Rueda, fue cosa de guiño folclórico al turismo cuando empezó su era de masas en los sesenta; y ya en este siglo aquel detallito de la barca de madera se fue sustituyendo por el de la barca de acero, que mantiene la referencia simbólica marinera y es más aseada. Pero antes de todo esto, desde siempre, el espeto se hizo sin barca ninguna, simplemente en el piso de la playa, sobre la arena, haciendo un par de montones para acoger las brasas llamados balates. La raíz del espeto, cuenta Rueda, se puede rastrear hasta Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos, libro del sabio andalusí Ibn Razīn, del siglo XIII. La técnica de asar el pescado era común en todo el Levante español. Pero lo que hizo del espeto una tradición típica y propiamente malagueña es la evolución específica de la técnica, consistente en amoragar las sardinas, u otro pescado, en caña de cañaveral.
Miguel León se encarga él mismo de coger cañas en los arroyos de la zona y de afilarlas con una navaja, dándoles una elegancia escultórica. También usa espetos de acero que le hace un herrero del pueblo. El cocinero supone que la caña irá desapareciendo. Eso la Mesa del Espeto quiere evitarlo. No hay acuerdo entre los expertos en si el acero cambia o no el sabor de la sardina al espeto, pero tendría sentido conservar la caña así solo sea por buen gusto patrimonial.
Un turista nacional pasa delante de la barca de León, que está fuera del restaurante, y exclama: “¡Qué maravilla! ¡Mira qué espeto! ¿Puedo hacer una foto?”. El hombre, de edad avanzada, ordena a una pareja joven que pasea con él que se ponga junto a la barca. Ella y él, pulcrísimos y de ropas ceñidas, se ponen cuerpo con cuerpo, sacan el sonrisón para la foto y entrelazan las manos. “¡Pero separaos, dejad sitio!”, los corrige el hombre. “Que se vea el espeto”.