Los gozos de cumplir 45 años
Solo nos ama quien quiere vendernos un plan de pensiones. Uno siente que, en el banquete de la vida, le acaban de servir el brócoli
Todas las edades tienen su literatura. La infancia tiene su poesía, la adolescencia tiene su drama, la juventud tiene su épica y la vejez tiene el prestigio de la filosofía. Solo la mediana edad se quedó sin literatura en el reparto. O, al menos, se quedó sin más musa que la musa del aburrimiento: si los dioses aman a los que mueren jóvenes, a los que tenemos entre 40 y 50 solo nos ama quien quiere vendernos un plan de pensiones. Al cumplir 45 años, ...
Todas las edades tienen su literatura. La infancia tiene su poesía, la adolescencia tiene su drama, la juventud tiene su épica y la vejez tiene el prestigio de la filosofía. Solo la mediana edad se quedó sin literatura en el reparto. O, al menos, se quedó sin más musa que la musa del aburrimiento: si los dioses aman a los que mueren jóvenes, a los que tenemos entre 40 y 50 solo nos ama quien quiere vendernos un plan de pensiones. Al cumplir 45 años, uno siente que, en el banquete de la vida, le acaban de servir el brócoli.
“La duración de nuestros años es de 70, y 80 en los más robustos”, leemos en la Biblia. Cuando ya nos hemos ilusionado, viene la rebaja: “En su mayor parte, no son más que penas y vaciedad, porque pasan veloces, y volamos”. En todo caso, parece que a los 45 años hemos cruzado a la parte de la ladera donde no da el sol, y más cuando uno los cumple —es mi caso— bien fumados y mejor bebidos. Al llegar a los 35, Dante se encuentra “en una selva oscura”. Y, al cumplir 55, Philip Larkin se despierta de madrugada —quién sabe si por el insomnio o por la próstata— para ver “la muerte infatigable, ahora un día más cerca”. Cómo serán los 45 que, a medias de una y otra edad, ni siquiera han tenido un cantor de su grisalla. Solo Fray Luis acierta a molestar: “Ya la madura edad te pide el fruto”.
La edad, bien lo sé, es una escala relativa: a los 45 hay quien te llama yayo y quien te considera un yogurín. Pero también sé que la vivimos de manera absoluta y, por decirlo con una imagen, que alguien se rompa un fémur no te quita el dolor de tu esguince de tobillo. Las injurias de la edad se manifiestan en mínimos irrespetos sistemáticos: un día pasas del grupo de edad 30-44 a ingresar —vaya palabra— en el de 45-60, y en los formularios web tu año está más y más abajo, ya casi cerca de la época napoleónica. Las palabras que flanquean los descubrimientos de la vida —“amor”, “hipoteca”, “extranjero”— empiezan a ser otras: “triglicéridos”. Descubres que uno de los presupuestos de tu existencia —“quien canea, no calvea”— era, precisamente, una tomadura de pelo. Y un día recuerdas que tu dulce amor de infancia está más cerca del geriátrico que del colegio.
Una fascinación añadida es comprobar cómo nuestra vida se va volviendo vintage. La infancia de pronto parece ya una infancia de época: una película ambientada en calles por donde circulan los Seat Ritmo y servían zarajos los mismos locales que ahora sirven poke. Estamos a cinco minutos de empezar a contar, con tonos de leyenda, cómo hacíamos sin pensar cosas que hoy parecen impensables: ¡yo he cambiado francos franceses! Mi generación, que fue adolescente sin internet y será mayor con la IA, ha envejecido muy pronto. Pero no todo es esa mermelada que sirve la nostalgia: sin eximentes de “locuras de juventud” ni “cosas de viejo”, cualquier error de la mediana edad se paga sin descuento moral de ningún tipo.
Y es aquí donde llega la pregunta capital: “¿Qué has hecho con tu vida?”. Es una pregunta que siempre desconcierta, porque la vida recuerda a esos bailes de las bodas que uno tiene que aprender sobre la marcha. Quizá incluso arroje más luz preguntarse qué hemos hecho de aquellas virtudes —la alegría, la curiosidad, la confianza— que nos dieron al venir al mundo y que el mundo va raspando. Porque, para estar en la vida, no sabemos tanto de la vida. Que estamos llamados a hacer bien una o dos cosas, y seremos mediocres en las demás. Que la mayor parte de nuestros aciertos tienen que ver menos con lo que hemos hecho que con lo que hemos dejado de hacer. Y que, si por un lado está la melancolía tenue de lo que podía haber sido mejor, por otra está un alivio poderoso al pensar en la facilidad con la que todo podría haber sido peor.
No sé quién dijo que, con la edad, las cosas no ocurren sino que recurren. Los libros, por suerte, son una de esas recurrencias, y uno se da cuenta de que la literatura fue la mejor inversión de la juventud porque ayuda a empujar la parte de la vida que no es juventud. Al llevar la cuenta de los placeres, es difícil no pensar que la lectura es el que menos desengaña: de alguna manera, vivir está bien, pero leer está bastante mejor. Será porque leer no nos hace mejores, pero al menos nos consuela —lecciones de la edad— de no haberlo sido.