‘De profundis’
Tendemos a creer que el mundo es esta cotidianidad en la que vivimos. Pero hay otras realidades precarias y profundas
En enero del año pasado publiqué un artículo conmovida por un texto que acababa de leer en el diario asturiano El Comercio. Era de Olaya Suárez y en él contaba un antiguo misterio: unos excursionistas habían encontrado en 2015 el cadáver de un hombre en los montes de Somiedo y a 1.400 metros de altitud. Debía de tener...
En enero del año pasado publiqué un artículo conmovida por un texto que acababa de leer en el diario asturiano El Comercio. Era de Olaya Suárez y en él contaba un antiguo misterio: unos excursionistas habían encontrado en 2015 el cadáver de un hombre en los montes de Somiedo y a 1.400 metros de altitud. Debía de tener unos 50 años, apenas pesaba 30 kilos, medía 1,30 metros y sufría graves deformidades. A juzgar por sus patologías, padecía un profundo retraso mental. Era ciego, no podía caminar y casi con toda seguridad tampoco hablar. Su apariencia era singular, en fin, pero nadie sabía de su existencia. Los investigadores dedujeron que la familia lo había tenido escondido, cosa que ha sucedido más de una vez. En ocasiones, estos ocultamientos han sido atroces y las pobres criaturas diferentes han pasado décadas atadas a una cama. Pero lo llamativo de este caso era la dulzura de trato que mostraba el cadáver. Estaba cuidado con primor, bien alimentado y afeitado, con las uñas limpias, el pelo cortado y aseado, sin una sola magulladura, ni rozaduras, ni cicatrices. Lo habían mimado. De hecho, consiguió alcanzar una edad avanzada, cuando sus patologías hubieran debido matarlo antes. Había fallecido de un infarto y lo habían dejado en una ruta de montaña, bien visible. Se diría que querían honrar al muerto y lograr que fuera enterrado debidamente. Cosa que sucedió.
Pues bien, ahora, un año después, han identificado por fin el cuerpo y han detenido a los dos hermanos del finado, Enrique y Enriqueta. Las cosas se torcieron cuando una jueza pidió un peritaje de la persona con discapacidad que tenían a su cargo, y Enrique y Enriqueta no se presentaron. En realidad, no podían hacerlo: su hermano llevaba muerto una década y ellos habían seguido cobrando la pensión. Pero esto no lo sabía la Administración, de modo que fueron acusados de detención ilegal y quebrantamiento de los deberes de custodia. Una vez encarcelados, explicaron que el anónimo cadáver de Somiedo era su hermano. Por eso nadie de los alrededores lo había reconocido: la familia vivía en Gijón.
El caso se ha vuelto muy mediático en la prensa local: que si han estafado 300.000 euros de pensión, que si los investigan por un posible homicidio, por si cuando le dio el infarto no lo ayudaron. Mientras escribo esto su destino es incierto. Según el abogado defensor, han dedicado toda su existencia a cuidar del hermano, al principio con los padres, luego solos; incluso se turnaban por las noches para que siempre hubiera uno despierto, un desvelo del que parece dar prueba el estado del cadáver. Tienen cerca de 70 años y hace décadas que fueron escupidos del mercado laboral y casi diría yo que de la vida; apenas tenían tratos sociales y, cuando entraron en la casa para detenerlos, encontraron una acumulación de objetos cercana al síndrome de Diógenes.
Tendemos a creer que el mundo es esta cotidianidad en la que vivimos, abierta y comprensible. Gente que viaja en tren, que ficha en sus trabajos, que va a comprar los sábados al hipermercado. Pero hay otras realidades precarias y profundas, paralelas, estratos abisales poblados por criaturas con carencias, como esos peces ciegos que habitan en lo más hondo de los mares. Imagino a Enrique y Enriqueta obedeciendo la voluntad materna y consagrando todos sus alientos a cuidar del niño con parálisis cerebral, esa prueba que el destino les había enviado, esa tragedia. En efecto, han cometido el delito de seguir cobrando 1.100 euros de pensión al mes. Muy millonarios yo diría que no se han hecho. Y, además, ¿cómo pensaron que eso saldría bien, que podrían seguir huyendo como gallinas sin cabeza hacia delante? Al morir el hermano preguntaron cuánto costaba el entierro y se quedaron espantados. No debe de ser gente capaz de expresarse ni organizarse muy bien. Su rareza empieza por no tener más que un solo nombre entre los dos, ese Enrique-Enriqueta repetido. ¿Y qué dice todo esto de nuestra sociedad? De esos vecinos que jamás se enteraron de nada, de esa Administración que tardó 10 años en revisar la situación de una persona discapacitada. Qué indefensión: no parece ser el caso, pero bien podrían haberla estado maltratando. Pobres peces ciegos, mensajeros de los abismos de la vida, criaturas ajenas a la supuesta normalidad, es decir, a las convenciones y a las normas. Ni los entendemos ni los miramos.